miércoles, agosto 29, 2007

Apuntes sobre escenas favoritas (2): De Horror y Esperanza (En la boca del miedo).

Hacia mediados de la década del 90, luego de una buena cantidad de excelentes películas y de varias obras maestras, John Carpenter decidió llevar sus propuestas estéticas, sus temas y su propia autoconciencia hasta el límite: así parió En la boca del miedo (In the mouth of madness, 1995), una de sus películas más ricas y complejas, y una de las más fascinantes y aterradoras visiones del mundo que ha dado el cine.
Podría decirse que desde la primera imagen posterior a la secuencia de títulos (aquella que comienza con un travelling descendente –de Arriba hacia Abajo- sobre una estructura vertical dentro del manicomio) hasta el final, cuando vemos que vemos la misma película que estábamos viendo (“el horror, el horror” de la repetición), En la boca del miedo es un continuo fluir de imágenes sugerentes y llenas de significado, oscuras a más no poder, pero sin embargo luminosas en cuanto a generadoras de pensamiento. El marcado dualismo de J.C. -quien siempre está con un pie en lo oscuro y otro en lo luminoso- es una lucha constante entre lo bello y lo espantoso, lo físico y lo metafísico: entre el Bien y el Mal, en definitiva. El problema del Mal en el Mundo y cómo combatirlo es (como en tantos otros autores, aunque con diferentes planteos) El tema carpenteriano, y suele ser traducido muchas veces en una contienda entre Caos y Orden. En la boca del miedo pone en relieve esta cuestión, de una manera bastante desesperanzada; al menos en primera instancia, como sucede también en esa otra obra maestra llamada El enigma de otro mundo (The Thing, 1982).
Caos y Orden, entonces. O Caos que se impone trágica y violentamente para abolir el Orden (aunque tal vez este Orden no exista sino que en su lugar hay un orden menor, precario, insostenible, el de nuestro mundo, el de John Trent, Sam Neill, en el film). A lo largo de su filmografía, J.C. ha concebido gran cantidad de planos, escenas y secuencias en las que grafica esta cuestión de manera ejemplar. Y para ello no recurre a ningún otro discurso que no sea el de la puesta en escena, no impone ninguna forzada alegoría sino que hace cine, o sea: contrae y expande los tiempos, usa el suspenso (Hitchcock), hace fluir la acción y simula centrarse en lo simplemente argumental. Eso es lo que se puede ver en la escena de la cafetería en la que John Trent, un agente de seguro racional, se entera de su tarea y, sobre todo, de su misión. Allí conversa con su jefe sobre un nuevo caso: la desaparición del escritor Suther Cane (Jurgen Prochnow) . Mientras hablan sobre el tema, por fuera de la cafetería empieza a imponerse un desorden. Hay dos planos de representación claros en la escena: por un lado, el interior del café: seguro, tranquilo, indiferente, racional; y por otro lado, está el exterior, que se vuelve caótico, violento, aterrador. Trent, que pertenece confortablemente al primero de los planos (al de las charlas de café) es completamente indiferente al segundo (ni siquiera es capaz de leer novelas de terror) y, literalmente, no ve venir el Caos, lo infernal. Lo más probable es que ni crea en que algo así puede existir. Pero J.C. lo ve venir, y lo muestra, y nos lo muestra. Así, con unos lentos travellings que van hacia el horror y se alejan de él, y unos cortes de montaje que utiliza para separar los dos planos de la acción –exterior caótico y metafísico e interior ordenado y racional-, J.C. crea, en primer lugar, el suspenso y a través de él nos coloca como espectadores en una situación moral específica: estamos por encima del conocimiento del protagonista, quien ignora el terror que está por estallar. Ahora nosotros sabemos algo. J.C nos vuelve inevitablemente creyentes, y en eso radica el verdadero secreto del cine de terror: en volvernos creyentes del Mal pese a que previamente a la visión del film no lo seamos (por suerte, también nos hace creyentes del Bien, sino...).
A medida que el tipo del hacha se acerca hacia la ventana de la cafetería la tensión crece hasta alcanzar su punto máximo cuando se detiene. En lugar de ir al impacto directo, J.C. se toma unos segundos (los grandes directores siempre se los toman) para mostrar lo siguiente: Trent y su jefe si inclinan un poco hacia delante para mirar unos papeles, pero ambos se colocan prácticamente de espaldas a la ventana, por eso no ven el exterior -no pueden, no quieren- . Una vez que esta situación queda clara, finalmente la tranquilidad interior se derrumba: un hachazo directo sobre el vidrio y el horror que se impone. Así, además de mostrar la tensión entre el Caos y el Orden (aunque es orden, con minúscula) como tanto le gusta, J.C. muestra otra dualidad, otro contraste: el de la tarea y la misión. En esta excelente escena, Trent recibe por parte de su jefe una tarea laboral, a la que él está acostumbrado, pero además recibe de manera trágica su misión. Ambas se relacionan con encontrar a Suther Cane, pero una se refiere a un problema de seguros y la otra tiene que ver con la resolución (si es posible) de un enigma de otra naturaleza. “¿Lee a Suther Cane?”, le pregunta el hombre del hacha. Y esa pregunta es la marca fatal del destino de Trent, quien a partir de ese momento deberá cargar con el destino del héroe (finalmente, ¿será Leyenda?) . No hace falta aclarar si J.C. se inclina por la tarea o por la misión.

Dejando de lado la escena de la cafetería en sí, es interesante decir o intentar decir algo respecto a la diferencia de Orden y orden, y al final desesperanzado del film. En realidad, no existe enfrentamiento entre Caos y Orden, porque no hay tal Orden. Lo que hay es un pequeño mundo ordenado a partir de la acción de los hombres racionales como Trent. Una vez presente y esparcido el Mal, ese orden no tiene dimensión suficiente para enfrentarlo, por eso es tan fácilmente derrotado. En la boca del miedo lo muestra claramente, por eso la desesperanza. Este pequeño mundo no tiene la capacidad para enfrentar una lucha de esa naturaleza, ni tampoco la voluntad de un hombre alcanza. Y el susto enorme que nos llevamos al verla tiene que ver con esto, con esa sensación de desprotección que genera la película. Sin embrago -tal vez- haya una esperanza, un Orden. Y está presente en las manos del autor de este mundo ficcional: la película misma en cuanto medio creador y ordenador. Para escupir este Caos, esta pesadilla infernal, para abrirnos los ojos ante el terror, J.C. hace cine, o sea ordena, impone un Orden (la forma en que construye la escena citada es un claro ejemplo de que nada es producto del azar en sus films). Entonces junto al terror que provoca ver en En la boca del miedo renace la esperanza del cine. Del Cine de John Carpenter, claro.

Podemos sentarnos a comer pochoclos para disfrutar de una hora y media de terror, de Mal desatado. Y podemos reír y llorar a la vez, porque estamos aterrados y esperanzados (¡fascinados!) al igual que John Trent en el final de la película.

lunes, agosto 13, 2007

Apuntes sobre escenas favoritas (1): La mesa de los marginados (Ed. Wood)

La memoria del cinéfilo está compuesta, casi en igual medida, por recuerdos propios y por fragmentos de películas. Y es muy probable que muchas de las experiencias cotidianas le remitan más a esas escenas que a vivencias personales. Defecto, virtud, enfermedad o vaya uno a saber qué, esta característica es uno de los rasgos fundamentales del cinéfilo. Ahora bien: ¿puede ésto servir para algo?. Es probable que no; y aún más probable es que en realidad no tenga por qué perseguir una utilidad determinada. Sin embargo, varias veces me pregunto qué hacer con tantos momentos robados. Tal vez sería bueno preguntarse por qué ciertas escenas o momentos se arraigan así en la memoria; por qué hay escenas que se transforman en la escena favorita. Pero como es imposible justificar un mecanismo tan inconsciente y sensorial como el que permite que una escena se quede para siempre en nuestro interior, no hay forma de encontrar respuestas a esos porqués. Entonces, creo, sólo queda una cosa por hacer: tomar esas escenas favoritas, apartarlas un poco e intentar -de manera objetiva (sí, claro)- sino analizarlas al menos decir algo sobre ellas y ver si hay algo más allá del gusto personal.

Ya terminada la introducción, vayamos a la escena que decidió hacer presencia en el día de hoy: aquella de Ed Wood (1994, Tim Burton) en la que Edward D. Wood Jr. (Johnny Depp en el mejor trabajo de su carrera, y eso es decir mucho) se encuentra frente a frente con Orson Welles. Seguramente todos la recuerdan, pero no viene mal detallarla un poco más. En medio de la filmación de Plan 9, el pobre Ed. sufre el acoso de los financistas, además de que el rodaje se le transforma en un caos. Atacado, decide vestirse de la manera en que se siente más a gusto y seguro, o sea de mujer. Así, con su querido sweater de angora, sale de su camarín para continuar filmando. Claro, allí se topa otra vez con los financistas que le reprochan la forma en la que está vestido. La paciencia de Ed. llega a su límite y entonces sale corriendo del set y toma un taxi hasta “el bar más cercano”. Y allí sucede el milagro. La Providencia, o el destino, le regala a Ed. el momento de su vida: estar sentado en la misma mesa, a la misma altura que su ídolo, su ejemplo, su Dios personal: Orson Welles. Mantienen un diálogo corto, sencillo, de una síntesis y precisión dignas del cine clásico. Charlan sobre las dificultades que tienen para realizar sus films, sobre cómo tienen que luchar contra productores y financistas. Incluso, Welles le comenta que la Universal le quiere imponer a Charlton Heston para que haga de mexicano en un thriller que está por filmar. Allí, Ed. lo mira, pone cara de sorprendido y luego de unos segundos hace la Gran pregunta: “¿vale la pena?”; y Welles lo corresponde con la Gran respuesta: “cuando las cosas salen bien, vale la pena. ¿Sabés en qué película tuve todo el control? En Kane. Allí el estudio no pudo tocar un solo fotograma. Vale la pena soñar por nuestras visiones, ¿por qué pasarse la vida haciendo el sueño de los demás?”. Ed. ha encontrado lo que le hacía falta. Y allí finaliza la escena, cuando Ed. lo mira emocionado y, con respeto y admiración, pero sintiéndose un par del enorme Welles, le dice: “Gracias... Orson” *. Ya no es Mr. Welles como cuando lo saludó al principio, ahora es Orson. Ed. sale del bar, vuelve al set y continua filmando, inspirado por las palabras de su maestro, su “obra maestra”.

El sentido de la escena es claro. Burton, con su infinita ternura y piedad, jugando a ser un dios menor y benévolo, le regala a Ed. un momento sagrado, de felicidad. Poner al “peor” director de la historia a la par del “máximo genio” es un acto de piedad absoluta (las comillas corresponden a marcar que esos adjetivos son los que se usan comúnmente, en esas vulgatas que suelen ser la mayoría de las historias del cine). Pero hay más que eso, no se trata sólo del conocido amor de Burton hacia los freaks. Lo más importante es aquello que se desprende del diálogo que mantienen sobre los problemas para llevar adelante sus películas. Eso es lo que los une: el hecho de ser dos directores que nunca fueron asimilados por el sistema de Hollywood. Tanto el extremadamente talentoso como el carente de toda virtud no pudieron formar parte nunca de ese Poder diferencial que fue el Hollywood de la era clásica.
Si bien abundan las leyendas sobre lo oscuro que eran los estudios, los dueños de los estudios, los productores, etc., lo cierto es que sin ellos jamás se hubiera dado el marco necesario para que se desarrollara el arte más importante del siglo XX. El cine clásico, además de sus autores y artesanos, es también obra de los estudios. Decir esto no es ninguna novedad, es algo que se sabe y que se ha dicho. Sin embargo, generalmente se suele caer en un error que además es un lugar común: decir que los grandes directores pudieron expresar su visión del mundo como contrabandistas, pese a los estudios. Afirmar esto sería lo mismo que decir que ideológica, política y culturalmente los hacedores de las películas (Ford, Hitchcock, Hawks, etc) estaban opuestos a los dueños de los estudios y los productores. Y esto no fue así. El sistema de estudio fue una alianza con el fin de crear un Poder determinado opuesto a la cultura WASP y al american way of life. Y en ese sistema tanto directores como productores compartían una misma visión del mundo. Claro que eso no significa que no hubiera enfrentamientos o disputas. Pero no hay que confundir luchas personales con ambiciones políticas y estéticas, que como ya se dijo, eran compartidas por todos los implicados en el sistema de estudios (quién quiera ahondar más en esto debería remitirse a la obra de Ángel Faretta, a quien le pertenecen estas ideas). Entonces, en esa clara voluntad de Poder, es difícil aceptar anomalías. Y tanto Orson Welles como Ed. Wood lo eran para ese sistema con fines determinados. Por su parte, Welles era demasiado genial, pero sobre todo, demasiado consciente de su genialidad y ese fue el problema: la exagerada autoconciencia que lo llevó a poner de manifiesto toda la historia y la intención estética e ideológica del cine en una sola película (ópera prima para colmo): El ciudadano. Esa soberbia, esas ansias de poder personal, puesta de manifiesto en una sola película, chocó, inevitablemente, con las intenciones de Hollywood, que había desarrollado todo un conjunto de reglas más o menos estables que servían de vehículo y también de pacto con los espectadores: star system, géneros, “transparencia”, espectáculo. Hollywood se vendió a sí mismo como entretenimiento, escondiendo a simple vista sus verdaderas ambiciones. Welles llegó para delatar, para poner demasiado a la vista las intenciones del cine. Y además, llegó para poner un nombre (el suyo) por sobre el resto. Y todo eso era imposible de asimilar para un sistema ya establecido y con metas claras (recordemos que nombres como Hitchcock, o Hawks, y ni hablar de autores clase b como Edgar G. Ulmer o Joseph H. Lewis, siempre la jugaron de artesanos, de simples trabajadores, colaborando así con la estrategia de los estudios pese a ser también geniales). Así fue como Welles quedó afuera para siempre. Por elección propia, además. Él eligió el caminar por fuera, él optó enfrentarse al sistema. Welles fue el primer maldito (tal vez un antecedente sea Erich Von Stroheim). Y lo fue por propia decisión. Hollywood fue un Poder con metas claras, al que se lo podía aceptar o no. Y Welles no aceptó formar parte, pese a compartir muchos de sus postulados. Y allí quedó, en un bar periférico sentado junto a la otra anomalía, a la otra cara de la moneda, al nada genial Edward D. Wood Jr. Esa mesa que Burton les hace compartir, es la mesa de los marginados, de los que -suena cruel, pero...- no eran útiles. Hollywood (hablamos de aquel Hollywood, claro está) fue un mundo de maravillosas fantasías pero sobre todas las cosas fue un reino poderoso que marcó una clara diferencia cultural y política con todo lo que pasaba a su alrededor. Fue Poder y como tal dejó en el camino varios nombres. Y está bien que alguien nos muestre esos nombres caídos, esas pequeñas derrotas que quedaron a la sombra del gran triunfo que fue el cine clásico. Y Burton, quién otro sino, lo hace en una hermosa película blanco y negro, en la que por unos minutos nos muestra a dos personas naturalmente opuestas (un genio y un soñador carente de todo talento) unidas en una misma derrota.



*Es posible que los diálogos no sean exactamente así; pero en este ejercicio era mejor recordar de memoria.