Hace poco me puse a espiar algunas páginas de un libro de Zizek en las que describía a un espectador de Matrix que estaba sentado a su lado y que disfrutaba la película. Una vez terminada la descripción, remataba el párrafo así (cito de memoria): “Era el perfecto espectador de Matrix: un perfecto idiota”. Más allá de que me haya causado gracia, la afirmación me pareció bastante exagerada, porque sin ser un fanático de la saga de los Wachowski, ni mucho menos, no creo que se trate de lo peor que uno pueda encontrar en el Hollywood actual, ni que quien gusta de ella sea un “perfecto idiota”.
El sábado, luego de ver Transformers, recordé las palabras del esloveno y terminé afirmando lo siguiente: “quien disfrute de una película de Michael Bay es un perfecto idiota”. Y afirmar esto no es ubicarse en un lugar distinguido, ni elevado, etc. Simplemente es una aseveración que se desprende al ver cualquiera de las películas de Bay, y sobre todo, Transformers, que viene a ser algo así como La Gran Celebración de la estupidez yanqui.
Durante los interminables 142 minutos que dura el pseudofilm, somos testigos de un festejo ajeno al cual se nos obliga a participar (para dejarse llevar hay que ser, claro, un perfecto idiota). Bay apunta al idiota americano medio, y bueno... al idiota medio de cualquier nacionalidad infectado por la idiotez globalizada. Esta es su fiesta. Cada diez minutos hay un chiste, una situación estereotipada, una publicidad, una referencia cultural que remite y pone en primer plano lo estúpido que pueden ser los estadounidenses. Pero en este procedimiento no hay una mirada distante, o irónica, ni mucho menos crítica, sino que lo que reina es una actitud festiva. Bay (quien en la distopía planteada en esa joya que es La Idiocracia podría ser tranquilamente el presidente) está orgulloso de su país: el país de los Idiotas. Y sus tan conocidos procedimientos formales, esto es: las secuencias de acción desmedidas, torpes e inentendibles; la musicalizaación arbitraria y “vendediscos”; la cursilería de los momentos emotivos, los mensajes banales con infulas de profundidad; no son más que la consecuencia natural de lo dicho anteriormete. Porque en el país de los Idiotas, la única forma de representación estética posible es esta vulgaridad no cinematográfica pergeñada por Michael Bay.
Bien se sabe que cuando Griffith creó el cine, sobre todo creo al espectador de cine. Bay, con sus productos crea los espectadores del no-cine contemporáneo, que inevitablemente están destinados a pedir más y más saturación de sentidos en pos de vaya uno a saber qué tipo de entretenimiento.
Los Transformers (me refiero a las diferentes sagas de dibujos animados que comenzaron con la recordada Generación 1, aquella que fue más famosa en nuestro país) eran un material ideal para hace una película clásica (entendiendo este término de manera estrictamente cinematográfica, y esto último no se refiere sólo a lo técnico-formal): la eterna lucha entre el Bien y el Mal representada en el enfrentamiento de dos razas de robots alienígenas de connotaciones míticas; un villano imponente (Megatrón); un Heroe de dimensiones también míticas, altruista, justo: el inigualable Optimus Prime. En fin, había -y hay- mucho potencial en la(s) historia(s) de estos seres. No es difícil imaginar, cuanto menos, una buena película. Pero claro, para ello haría falta un autor capaz de dirigir su mirada un poco (bastante, mucho) más allá de la idiotez reinante.
Una cosa más. Una característica importante de Optimus era su extrema generosidad, algo que lo llevó a sacrificar su vida. En la versión idiota de Bay, el sacrificio de Optimus es reemplazado por un final-castigo hacia el villano. Si algo caracteriza a la idiotez es su falta de ética.
lunes, julio 23, 2007
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