miércoles, diciembre 05, 2007

Un golpe a la Razón

Para quienes ya teníamos el agrado de conocer otras novelas de Pablo De Santis, no es una sorpresa leer El enigma de París. Más bien todo lo contrario: es, de alguna manera, pararse en una campo conocido y seguro. No porque sea igual a otros libros o repita temas, estilo, etc. Sino porque, como sucede en sus otras obras, no defrauda. En todos sus libros se plantean en las primeras páginas la totalidad de los temas y situaciones a resolver. Y cuando llega la resolución, nunca desilusiona. Para decirlo de manera gráfica: nunca nos tira arena en los ojos. Esa característica, la de no abrir puertas falsas, la de escaparle al cinismo y las ilusiones vanguardistas, hace de los libros de De Santis una maravillosa compañía.

Esperé unos meses para abocarme a él, sabiendo que llegaría el momento justo para disfrutarlo. Y así fue, en pocos días terminé las 282 páginas, con la mente despierta y también con muchas ganas de leer más novelas de este tipo.

Como se señaló en diferentes lugares, por El enigma de París circulan Poe, Chesterton, Leroux, Conan Doyle y alguno más. Implícita o explícitamente, esos nombres clave están presentes. No como rejunte de influencias ni guiños cancheros, sino que, básicamente, están tematizados. La construcción de las novelas de detectives, de sus enigmas y resoluciones y –sobre todo- el desarrollo de sus personajes emblemáticos conforman uno de los temas principales del libro: el fin de la novela de detectives. Hay un mundo (o una forma de entender el Mundo) que se analiza y desnuda, y que finalmente se derrumba en El Enigma de París, que de alguna manera es la narración de una desilusión. Y todo esto desencadena el tema central de la novela: la soberbia y oscuridad de la Razón.

La historia transcurre a finales del siglo XIX, en los días previos a la inauguración de la Torre Eiffel, mientras se desarrolla la cumbre de Los Doce Detectives, una entidad que reúne a los máximos exponentes de la actividad. Estos doce hombres racionales y aparentemente infalibles, se creen parte de una especie de Orden sin religión, con sus procedimientos metódicos como paradigmas irrefutables.
Este encuentro forma parte, además, de una convocatoria mayor: la Exposición Universal de 1889. O sea, se sitúa en el punto máximo del festejo del Iluminismo y el Positivismo. Escribe De Santis:
“Es cierto que las innovaciones de 1889, que tanto nos deslumbraban y que prometían hacer de las ciudades verticales países del vértigo, hoy son antigüedades; la mayoría de las invenciones reunidas en la Galería de las Máquinas (el submarino de Vaupatrin, la excavadora de Grolid, el corazón artificial del doctor Srague, que resultó ser un fraude, el androide organizador de archivo de Mendes) deben estar arrumbados en algún depósito si es que no han sido desmantelados, o si su mal funcionamiento (como el ascensor horizontal de Rudinsky) no terminó en tragedia. A la vez la guerra ha demostrado que ella es la verdadera exposición universal de toda la técnica humana y que las trincheras del Somme o de Verdún son los verdaderos pabellones donde la técnica deja ver sus alcances materiales y filosóficos”.

Este fragmento, una sutil crítica hacia algunos de los “logros” de la Razón, es el preámbulo de lo que irá sucediendo en el desarrollo de la novela. Y es también un buen ejemplo de la perfección que ostenta la construcción del relato: cualquier fragmento que tomemos al azar tendrá relación con algún otro, lo anticipará o complementará; y sobre todo, nos servirá como clave para desentrañar lo que hay detrás de lo anecdótico (en este sentido, podemos decir que el primer capítulo, que transcurre en Bs. As, tiñe el resto de la novela, demarcando el terreno, el tono y la posición crítica respecto a lo narrado).

Volvamos a la historia. Durante esos días de la Exposición Universal, hay un asesinato que pone en crisis las intenciones de la cumbre de detectives y sobre todo al polaco Arzaky, uno de los dos más brillantes detectives de París y que es además quien lleva la voz cantante del grupo. Como ayudante en la investigación del caso elige un enviado por su colega y amigo argentino Craig, quien por problemas de salud no pudo asistir. Este ayudante, protagonista y héroe de la historia, es Sigmundo Salvatorio (¡vaya nombre!), hijo de zapatero, quien soñó toda su vida con ser detective y que casi por casualidad encuentra la oportunidad de su vida. Pero la experiencia no resulta ser lo que pudo imaginar alguna vez, y el mundo que él creía fascinante no es como lo soñó. Si bien sigue siendo fascinante, está teñido de una oscuridad insospechada.
A medida que avanza la investigación, Salvatorio descubre dos bandos: por un lado, el de los detectives (que a su vez está muy dividido), representantes del Racionalismo, la frialdad y el materialismo; por el otro, un grupo de personas compuesto por algún cura, rosacruces y ocultistas, personas comandadas por un tal Grialet y que se oponen a todo aquello que representa esa Exposición Universal. Pero ambos grupos pertenecen al mismo Mundo. Un Mundo ya totalmente secularizado en el que toda concepción religiosa y espiritual se ha degradado. Entre los métodos de los detectives y las prácticas confusas del grupo de Grialet, surge un gran fuera de campo, que como tal se percibe por omisión. Hay algo que falta y que De Santis, en otro de sus tantos aciertos, nunca hace explícito. Quedará en el lector ver ese fuera de campo, esa ausencia, esa otra parte.

Lo que yo me pregunto es si Salvatorio lo ve. Es posible que no. O al menos, no de forma completa. Pero sin embargo sí adquiere una conciencia que lo diferencia de ese Mundo. Y es una conciencia de Bien, algo ausente en el proceder de los detectives, quienes ven en cada caso una posibilidad para probar sus métodos y no para buscar, precisamente, el Bien, o al menos algo de justicia. En esa ausencia de una busca trascendente se basa la crítica que le hace El Enigma de París a la Razón, a su soberbia materialista y a su desprecio por el amor.
Pero hay algo más, una idea que lleva a la novela de De Santis a un lugar más destacado. Una vez resuelto el enigma queda al desnudo que la Razón no puede explicarlo todo, que sus métodos son incapaces de entender el Mal, y que incluso ese Mal puede encontrar en la misma Razón el mejor de los disfraces.

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