viernes, septiembre 22, 2006
Lo que el cine me da (crónica de miércoles por la noche)
Estoy tirado en mi cama, de costado, mirando en dirección a la televisión, donde se suceden esas imágenes que resumen Todo y que nunca se agotan, que se renuevan y completan en cada nueva mirada, y que también renuevan esa mirada que las mira, siempre sorprendida, fascinada, atenta y despierta pese a la hora y al sueño que intenta apoderarse de ella, de su dueño en realidad, que soy yo, otra vez perdido en la noche y encontrado en mi lugar del mundo, porque ante ciertas manifestaciones, cualquier espacio-tiempo se transforma en el Centro, y uno queda allí en equilibrio con el resto de las cosas, consciente de la condición privilegiada de estar en un estado de gracia que inevitablemente nos cambiará: así me encuentro, mirando lo que ya vi mil veces pero que sin embargo miro por primera vez, y me mira -el artista, digo- que es el medio, y me invita a formar parte del rito y a entender, pero ese entender –esto uno lo entiende en el camino- es siempre una busca, constante, pero llena de logros parciales, y cuando uno alcanza alguno ya sabe que tiene que salir tras otro, pese a la hora, a la noche que sigue pasando, a lo que sabemos que nos espera en horas, y ahí surge la tentación: mejor acostarse, descansar, cerrar los ojos, porque está por llegar el día, otro más, cotidiano, y uno, en su caída, tiene que estar disponible, pero ¿cómo interrumpir el ritual?, ¿cómo cerrar los ojos?, no puedo, la tentación es débil ante tanta fascinación y sed de conocimiento, entonces no pienso dormir, ya pasó la primera parte, y ahora veo la segunda, la más larga, la más trascendente, y descubro más simetrías, encuentro otro orden nuevo, ese mundo se va cerrando, siempre en equilibrio y resignificándose para brindarme la llave de acceso a todo el símbolo, y el tiempo de ese mundo va al pasado y vuelve, y uno resignifica al otro, y vemos el inicio de la gran tragedia, y cómo quien parecía ajeno a ella (eso lo vi en la primera parte) es el destinatario final, el encargado último de llevar adelante ese otro Orden, el más grande, el fatal, el aterrador y genial, ante el cual todo sacrificio está permitido pero, que al ser simplemente humano (aunque la voluntad parezca de otra naturaleza) y autónomo pese a la fe de sus hacedores, sólo terminará como una Tragedia mayúscula puede hacerlo, y yo puedo contemplar y descifrar todo lo que hay detrás si quiero y me atrevo, porque ya sé que es posible y que las pistas están ahí, si las ordeno en mi cabeza (siempre hay que ordenar eso que el cine ya nos dio ordenado) voy a ser capaz entender, y lo hago, pese al sueño y esas cosas que vuelven a acosarme y acusarme, justo ahora, cuando creo que estoy cerca y, ay, todavía me queda leer, había pensado eso, y no creo que pueda, y qué hago haciendo esto a estas horas (las reales, no las del tiempo mítico, que es el del cine y es el que importa), porque por más que me cueste reconocerlo, trágicamente, pertenezco a las horas, esas que me establecen que ahora debería estar durmiendo para que en unas horas más haga lo que debo hacer, y qué angustia, y es otra noche igual a las otras noches llenas de esas mismas angustias (y de otras tantas, que en el fondo acaban siempre en una sola pregunta, la fatal, la que parece no tener respuesta), pero bueno, ésta noche no es igual, ahora estoy mirando y siendo testigo de la belleza, una que me ofrece tanta agua para apagar tanto fuego, y creo entender que en esa belleza puedo obtener algo nuevo, aunque a primera vista, esa que se hizo presente hace mucho tiempo para luego ser superada por completo, sólo se trate de mafiosos, de familias, de política y violencia y odios y amor y muerte, pero que luego se devela como la voluntad de un artista genial (demasiado para estos tiempos, como lo son sus héroes) que me ensaña a imaginar simbólicamente, a entender el Mundo a través de esos otros creados por sus imágenes y por oposición a éste mundito que habito, que me lleva -ese artista, vuelvo a decir- siempre a pensar por simetrías hechas de puesta en escena, ese rito que me permite no cerrar los ojos, hasta que la última voluntad de mi voluntad sea llevada a cabo y finalmente pueda obtener una porción de verdad.
martes, septiembre 19, 2006
Siempre la misma pregunta: ¿qué es el cine?
Entrar al templo, mirar de reojo impunemente al resto de los presentes intentando adivinar si serán también devotos o simples curiosos. Sentarse y esperar la oscuridad, sólo para que la pantalla, segundos después, haga la Luz. Que empiece el ritual.
Si tenemos suerte, si la gracia nos acompaña, lograremos dar otro paso (siempre hacia lo alto). Para eso será necesario toparnos con la obra de un artista capaz de mostrarnos -de ofrecernos- la parte de un todo que sólo se completará en nosotros, si queremos y si somos capaces de aceptar la voluntad. Pero no siempre sucede: a veces, el rito no se lleva a cabo. Y lo que debería ser una Experiencia, es sólo tiempo perdido. Tiempo violado. Tiempo mal empleado por chantas, mentirosos o, peor todavía, por aquellos revolucionarios de turno que piensan que pueden hacer del arte un simple instrumento utilitario para sus intenciones bienpensantes (esto en el mejor de los casos). Pero el Cine, sus grandes nombres, nos han ensañado, por medio del símbolo, a distinguir a la carroña de los verdaderos creadores. Con tantos años de historia, con todas sus batallas, con sus metas alcanzadas (todavía le queda lograr la última y la más difícil), el Cine nos ha provisto de los elementos necesarios para poder separar lo que es realmente trascendente de lo que es meramente accidental. Lo que es Tiempo de lo que es época. Fuimos iniciados en y por el Cine y eso nos permite no ser engañados, no ser persuadidos, no ser poseídos por lo ajeno (los bienpensantes quieren hacernos creer, en vano, que fuimos mal “educados” por un medio puramente audiovisual, y eso les pasa porque sus prejuicios liberales sólo les permite pensar en términos materiales). Tenemos, gracias al Cine, el poder de distinguir lo que es Cine (como concepto, como idea, como arte) de lo que no lo es. Sabemos que no todo el cine es Cine. Y por eso escapamos despavoridos cuando, en el templo, somos testigos de aquello que nunca hubiéramos querido ver, y que sin embargo abunda en demasía (y, lo que es peor, tiene sus seguidores, tan seguros de sí mismos que se olvidan de lo esencial).
Pero cuando el cine es Cine (y si el cine no es Cine, en realidad, no debería ser llamado cine) el mundo encuentra su centro (¿será esa la última misión del cine?) y nosotros encontramos el lugar en él para acceder al Conocimiento y a la Plenitud. Es ahí cuando por medio del rito de la puesta en escena, accedemos a otro estado. Si recordamos lo que decía Schopenhauer, para quien “arte”, “filosofía” y “santidad”eran manifestaciones de lo mismo, podremos intentar determinar cuál es el último y el verdadero valor del Cine y qué es aquello a lo que nos acerca: a una verdad, y tal vez, si el artista es capaz y si nosotros somos capaces, a La Verdad.
Si tenemos suerte, si la gracia nos acompaña, lograremos dar otro paso (siempre hacia lo alto). Para eso será necesario toparnos con la obra de un artista capaz de mostrarnos -de ofrecernos- la parte de un todo que sólo se completará en nosotros, si queremos y si somos capaces de aceptar la voluntad. Pero no siempre sucede: a veces, el rito no se lleva a cabo. Y lo que debería ser una Experiencia, es sólo tiempo perdido. Tiempo violado. Tiempo mal empleado por chantas, mentirosos o, peor todavía, por aquellos revolucionarios de turno que piensan que pueden hacer del arte un simple instrumento utilitario para sus intenciones bienpensantes (esto en el mejor de los casos). Pero el Cine, sus grandes nombres, nos han ensañado, por medio del símbolo, a distinguir a la carroña de los verdaderos creadores. Con tantos años de historia, con todas sus batallas, con sus metas alcanzadas (todavía le queda lograr la última y la más difícil), el Cine nos ha provisto de los elementos necesarios para poder separar lo que es realmente trascendente de lo que es meramente accidental. Lo que es Tiempo de lo que es época. Fuimos iniciados en y por el Cine y eso nos permite no ser engañados, no ser persuadidos, no ser poseídos por lo ajeno (los bienpensantes quieren hacernos creer, en vano, que fuimos mal “educados” por un medio puramente audiovisual, y eso les pasa porque sus prejuicios liberales sólo les permite pensar en términos materiales). Tenemos, gracias al Cine, el poder de distinguir lo que es Cine (como concepto, como idea, como arte) de lo que no lo es. Sabemos que no todo el cine es Cine. Y por eso escapamos despavoridos cuando, en el templo, somos testigos de aquello que nunca hubiéramos querido ver, y que sin embargo abunda en demasía (y, lo que es peor, tiene sus seguidores, tan seguros de sí mismos que se olvidan de lo esencial).
Pero cuando el cine es Cine (y si el cine no es Cine, en realidad, no debería ser llamado cine) el mundo encuentra su centro (¿será esa la última misión del cine?) y nosotros encontramos el lugar en él para acceder al Conocimiento y a la Plenitud. Es ahí cuando por medio del rito de la puesta en escena, accedemos a otro estado. Si recordamos lo que decía Schopenhauer, para quien “arte”, “filosofía” y “santidad”eran manifestaciones de lo mismo, podremos intentar determinar cuál es el último y el verdadero valor del Cine y qué es aquello a lo que nos acerca: a una verdad, y tal vez, si el artista es capaz y si nosotros somos capaces, a La Verdad.
lunes, septiembre 11, 2006
Apuntes sobre Miami Vice y el cine de Michael Mann
Cine de acción. Así se suele definir a lo que hace Micheal Mann. Y no es una apreciación equivocada: sus películas son fáciles de encasillar en ese género (que en realidad no es tal), pero no sólo porque haya explosiones, balas, persecuciones, violencia, etc, sino, principalmente, porque en ellas se aplica la definición que da el diccionario sobre la palabra “acción”: "ejercicio de la posibilidad de hacer".
“Hacer” es entonces una posibilidad, y actuar es poner en funcionamiento dicha posibilidad. Los personajes de Mann, ante cualquier situación, siempre deciden actuar y también accionar, esto es poner en funcionamiento un mecanismo; no tienen tiempo para dudar (Russell Crowe dudaba en El informante, pero ese no era –en principio- el personaje típico de Mann: ese lugar lo ocupaba Al Pacino). Son tipos que sólo saben y pueden hacer. Su moral está regida por el profesionalismo; y su lógica es la del movimiento. Quien se queda quieto, quien duda, quien no “hace”, en el cine de Mann, es un no-ser. Así es como en la ya citada El informante, Roussell Crowe pasaba de un no-ser a un ser luego de ponerse en acción iniciado por Pacino.
Pero si hablamos de iniciación en el cine de Mann, hay que referirse a Colateral, esa joya que va rumbo a ser un clásico absoluto ya que mejora con cada nueva visión. Allí el taxista que interpreta Jamie Fox se transforma poco a poco y es inducido a ponerse en acción por el asesino súper profesional que encarna Tom Cruise. Al final de la película, Jamie Fox es un hombre nuevo, un hombre completo (lo que no quiere decir, ya volveremos sobre esto, feliz): por eso debe terminar con Cruise, su iniciador. A fin de cuentas, la voluntad del nuevo hombre se impone sobre la de su mentor (y Cruise lo acepta, sabe que está bien que así sea, por eso su muerte carente de dramatismo). Colateral es la película con la que Micheal Mann pone de manifiesto de manera directa (tematiza) la naturaleza de sus personajes: tipos de acción que escapan del Bien y del Mal (no es un cineasta religioso) porque eso pertence a otra esfera y está lejos de sus posibilidades (es en este sentido un agnóstico): a estos hombres lo único que les queda es intentar hacer prevalecer su voluntad: profesionalisimo, deber, acción, lealtad. Ser o no ser, en el cine de Mann, es una cuestión de aceptar o no esa voluntad.
Con Miami Vice tenemos una nueva oportunidad de acercarnos a estos temas. Y allí nuevamente nos encontramos con hombres fuertes, viriles, profesionales, leales, de acción. Son tipos que están fuera (¿debajo?, ¿por encima? ¿en paralelo?) del Mundo (o de lo que solemos entender como Mundo). Ahí están esos planos típicos del cine de Mann (imponentes por otro lado) en los que los personajes están de espaldas a las grandes ciudades, con sus figuras recortadas, completamente ajenos a cualquier otro devenir que no sea el de su propio micromundo de acción. Detrás de ellos está la vida cotidiana, una vida a la que ellos nunca podrían pertenecer, porque su moral es de otro orden. Por eso sus mujeres tienen que formar parte de su propio entorno (una mujer policía de misma conducta en el caso de Rico y una traficante en el caso de Sonny). Y acá podemos plantear lo siguiente: estos seres necesitan de un micromundo específico para sobrevivir (ese que Mann filma con una solvencia técnica impecable), y sin él estarían desamparados; entonces: ¿qué está primero, ese micromundo o ellos?. Intentamos decir: ¿es el micromundo el que genera las voluntades de estos seres? o ¿es la voluntad de estos seres la que tiende a generar este micromundo?. Y de ser la primera de las opciones: ¿a quién o a quiénes pertenece esa voluntad?. Hasta el momento Mann no ha develado este asunto, y esperamos que lo intente en algún momento, aunque intuimos que una vez resuelta esta cuestión su cine ya no tendría razón de ser, ya habría alcanzado su meta.
Y hay algo más: ¿los personajes de Mann (en este caso Sonny y Rico) intentan cambiar el Mundo?; su lucha ¿es por la Justicia o algún valor similar? Aquí sí creemos que el director expresa respuestas. Y éstas son negativas. Simplemente porque algo semejante está fuera de sus posibilidades. Ya lo dijimos: el Bien y el Mal no están a su alcance, y además son seres ajenos al Mundo. Ellos lo saben, por eso la tristeza que se impone en todas las películas. Ellos luchan y actúan porque es lo que les queda, es la manera que tienen de saciar esa voluntad esencial que les quema por dentro. Pero saben que no pueden cambiar el Mundo. Ni siquiera su micromundo (ese sin el cuál, además, no serían nada y que también, no hay que olvidarlo, es el sustento del Mundo). Sea cual fuera el lado en el que estén (sean policías o delincuentes) lo suyo escapa a lo trascendente (por eso no son Héroes, quienes sí tiene la posibilidad de acercarse al Bien y pueden actuar en consecuencia). Entonces, ante tal imposibilidad, sólo pueden hacer lo suyo con la mayor dignidad posible. Y esto es para ellos, ya lo dijimos, ponerse en acción. No podremos cambiar el Mundo (ni el micromundo) dicen, pero no por eso tenemos que estar quietos.
Hay en el cine de Mann una congoja y una tristeza que se sienten en cada plano. Y Miami Vice no es la excepción. Antes habíamos dicho que para ser, en el cine de Mann, había que actuar y accionar. Pero con ser no alcanza para ser feliz. Porque si bien los hombres Mann saben qué tiene que hacer no pueden saber bien para qué lo hacen. Y eso les genera aflicción. Por ahora su destino es moverse para intentar paliar tanta angustia existencial.
“Hacer” es entonces una posibilidad, y actuar es poner en funcionamiento dicha posibilidad. Los personajes de Mann, ante cualquier situación, siempre deciden actuar y también accionar, esto es poner en funcionamiento un mecanismo; no tienen tiempo para dudar (Russell Crowe dudaba en El informante, pero ese no era –en principio- el personaje típico de Mann: ese lugar lo ocupaba Al Pacino). Son tipos que sólo saben y pueden hacer. Su moral está regida por el profesionalismo; y su lógica es la del movimiento. Quien se queda quieto, quien duda, quien no “hace”, en el cine de Mann, es un no-ser. Así es como en la ya citada El informante, Roussell Crowe pasaba de un no-ser a un ser luego de ponerse en acción iniciado por Pacino.
Pero si hablamos de iniciación en el cine de Mann, hay que referirse a Colateral, esa joya que va rumbo a ser un clásico absoluto ya que mejora con cada nueva visión. Allí el taxista que interpreta Jamie Fox se transforma poco a poco y es inducido a ponerse en acción por el asesino súper profesional que encarna Tom Cruise. Al final de la película, Jamie Fox es un hombre nuevo, un hombre completo (lo que no quiere decir, ya volveremos sobre esto, feliz): por eso debe terminar con Cruise, su iniciador. A fin de cuentas, la voluntad del nuevo hombre se impone sobre la de su mentor (y Cruise lo acepta, sabe que está bien que así sea, por eso su muerte carente de dramatismo). Colateral es la película con la que Micheal Mann pone de manifiesto de manera directa (tematiza) la naturaleza de sus personajes: tipos de acción que escapan del Bien y del Mal (no es un cineasta religioso) porque eso pertence a otra esfera y está lejos de sus posibilidades (es en este sentido un agnóstico): a estos hombres lo único que les queda es intentar hacer prevalecer su voluntad: profesionalisimo, deber, acción, lealtad. Ser o no ser, en el cine de Mann, es una cuestión de aceptar o no esa voluntad.
Con Miami Vice tenemos una nueva oportunidad de acercarnos a estos temas. Y allí nuevamente nos encontramos con hombres fuertes, viriles, profesionales, leales, de acción. Son tipos que están fuera (¿debajo?, ¿por encima? ¿en paralelo?) del Mundo (o de lo que solemos entender como Mundo). Ahí están esos planos típicos del cine de Mann (imponentes por otro lado) en los que los personajes están de espaldas a las grandes ciudades, con sus figuras recortadas, completamente ajenos a cualquier otro devenir que no sea el de su propio micromundo de acción. Detrás de ellos está la vida cotidiana, una vida a la que ellos nunca podrían pertenecer, porque su moral es de otro orden. Por eso sus mujeres tienen que formar parte de su propio entorno (una mujer policía de misma conducta en el caso de Rico y una traficante en el caso de Sonny). Y acá podemos plantear lo siguiente: estos seres necesitan de un micromundo específico para sobrevivir (ese que Mann filma con una solvencia técnica impecable), y sin él estarían desamparados; entonces: ¿qué está primero, ese micromundo o ellos?. Intentamos decir: ¿es el micromundo el que genera las voluntades de estos seres? o ¿es la voluntad de estos seres la que tiende a generar este micromundo?. Y de ser la primera de las opciones: ¿a quién o a quiénes pertenece esa voluntad?. Hasta el momento Mann no ha develado este asunto, y esperamos que lo intente en algún momento, aunque intuimos que una vez resuelta esta cuestión su cine ya no tendría razón de ser, ya habría alcanzado su meta.
Y hay algo más: ¿los personajes de Mann (en este caso Sonny y Rico) intentan cambiar el Mundo?; su lucha ¿es por la Justicia o algún valor similar? Aquí sí creemos que el director expresa respuestas. Y éstas son negativas. Simplemente porque algo semejante está fuera de sus posibilidades. Ya lo dijimos: el Bien y el Mal no están a su alcance, y además son seres ajenos al Mundo. Ellos lo saben, por eso la tristeza que se impone en todas las películas. Ellos luchan y actúan porque es lo que les queda, es la manera que tienen de saciar esa voluntad esencial que les quema por dentro. Pero saben que no pueden cambiar el Mundo. Ni siquiera su micromundo (ese sin el cuál, además, no serían nada y que también, no hay que olvidarlo, es el sustento del Mundo). Sea cual fuera el lado en el que estén (sean policías o delincuentes) lo suyo escapa a lo trascendente (por eso no son Héroes, quienes sí tiene la posibilidad de acercarse al Bien y pueden actuar en consecuencia). Entonces, ante tal imposibilidad, sólo pueden hacer lo suyo con la mayor dignidad posible. Y esto es para ellos, ya lo dijimos, ponerse en acción. No podremos cambiar el Mundo (ni el micromundo) dicen, pero no por eso tenemos que estar quietos.
Hay en el cine de Mann una congoja y una tristeza que se sienten en cada plano. Y Miami Vice no es la excepción. Antes habíamos dicho que para ser, en el cine de Mann, había que actuar y accionar. Pero con ser no alcanza para ser feliz. Porque si bien los hombres Mann saben qué tiene que hacer no pueden saber bien para qué lo hacen. Y eso les genera aflicción. Por ahora su destino es moverse para intentar paliar tanta angustia existencial.
martes, septiembre 05, 2006
Dos buenas películas y yo con pocas ganas de escribir
Las dos últimas películas que vi en cine y me gustaron entre bastante y mucho fueron La dama en el agua y Vuelo 93.
La primera es un delirio, un ajuste de cuentas del director contra sus detractores y -esto es lo importante- una invitación a seguir disfrutando del cine como motor de fábulas necesarias para salir de nuestra mediocre realidad. Es una película muy compleja, con miles de capas (las imágenes de Shyamalan siempre van más allá); pero también es muy despareja y es tanta la bronca que descarga por momentos el director que empaña un poco el resultado final. Igual, Shy sigue haciendo cine del que importa, ese que atraviesa la realidad y el tiempo y nos comunica con lo trascendente, con lo que está más allá. Cine mítico, simplemente cine. Puesta en escena como rito, como recurso único y bello.
La otra –Vuelo 93- es otro tipo de película, y su director no pertenece al linaje de Shy (último descendiente de los clásicos). El cine de Greengras viene por otro lado. A diferencia de Shy, quien nos lleva a comunicarnos con lo trascendente, Greengras está preocupado en saber qué hay en la realidad. Qué hay entre nosotros en el espacio terrenal. Entonces intenta, con su ficción, atraparla y reconstruirla para ver si las imágenes son capaces de revelarnos algo. Intenta descubrir para entender. Y ahí su cámara se aterra, se pone inestable; es claro que preferiría no ver lo que ve (Daney siempre presente). Greengras no se indigna ante la realidad (eso corre por cuenta de macaneadores políticamente correctos), sino que se aterra, porque por más que intente no puede comprender. Su posición, es la única posición ética posible.
La dama en el agua y Vuelo 93 poco se parecen, al menos en primera instancia. Pero hay una posibilidad de vincularlas (en la de Shy hay televisores con imágenes de Irak, lo cual haría más fácil la tarea). Porque entre la voluntad de trascendencia de La dama en el agua y la voluntad de entender la realidad de Vuelo 93, está el Hombre, o los hombres, en su estado de caída, en su cotidianidad, mediocre o terrorífica. No es una mala idea pensar en las cuestiones existenciales del Hombre a través de estas dos películas que hoy comparten la cartelera. Pero no seré yo, al menos en este momento, el que lo haga. Estuve intentándolo, pero desde hace unos días no tengo muchas ganas de escribir, por más que esté pensando en estas cuestiones. Creo que mi realidad –mediocre, pero casi nunca terrorífica- se impone. Hoy (ayer, mañana, no sé pasado) no puedo. Por eso me voy ya mismo. Dejo en el aire algunos pensamientos que parecen no llegar a ningún lado.
Pecado capital el que comento: hablar de cine sin decidir nada es algo que no se debe hacer. Está en contra de la voluntad de este arte impar.
La primera es un delirio, un ajuste de cuentas del director contra sus detractores y -esto es lo importante- una invitación a seguir disfrutando del cine como motor de fábulas necesarias para salir de nuestra mediocre realidad. Es una película muy compleja, con miles de capas (las imágenes de Shyamalan siempre van más allá); pero también es muy despareja y es tanta la bronca que descarga por momentos el director que empaña un poco el resultado final. Igual, Shy sigue haciendo cine del que importa, ese que atraviesa la realidad y el tiempo y nos comunica con lo trascendente, con lo que está más allá. Cine mítico, simplemente cine. Puesta en escena como rito, como recurso único y bello.
La otra –Vuelo 93- es otro tipo de película, y su director no pertenece al linaje de Shy (último descendiente de los clásicos). El cine de Greengras viene por otro lado. A diferencia de Shy, quien nos lleva a comunicarnos con lo trascendente, Greengras está preocupado en saber qué hay en la realidad. Qué hay entre nosotros en el espacio terrenal. Entonces intenta, con su ficción, atraparla y reconstruirla para ver si las imágenes son capaces de revelarnos algo. Intenta descubrir para entender. Y ahí su cámara se aterra, se pone inestable; es claro que preferiría no ver lo que ve (Daney siempre presente). Greengras no se indigna ante la realidad (eso corre por cuenta de macaneadores políticamente correctos), sino que se aterra, porque por más que intente no puede comprender. Su posición, es la única posición ética posible.
La dama en el agua y Vuelo 93 poco se parecen, al menos en primera instancia. Pero hay una posibilidad de vincularlas (en la de Shy hay televisores con imágenes de Irak, lo cual haría más fácil la tarea). Porque entre la voluntad de trascendencia de La dama en el agua y la voluntad de entender la realidad de Vuelo 93, está el Hombre, o los hombres, en su estado de caída, en su cotidianidad, mediocre o terrorífica. No es una mala idea pensar en las cuestiones existenciales del Hombre a través de estas dos películas que hoy comparten la cartelera. Pero no seré yo, al menos en este momento, el que lo haga. Estuve intentándolo, pero desde hace unos días no tengo muchas ganas de escribir, por más que esté pensando en estas cuestiones. Creo que mi realidad –mediocre, pero casi nunca terrorífica- se impone. Hoy (ayer, mañana, no sé pasado) no puedo. Por eso me voy ya mismo. Dejo en el aire algunos pensamientos que parecen no llegar a ningún lado.
Pecado capital el que comento: hablar de cine sin decidir nada es algo que no se debe hacer. Está en contra de la voluntad de este arte impar.
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