sábado, diciembre 30, 2006
Flags of Our Fathers
Los que me conocen saben lo que me cuesta decir esto.
Vamos Clint, no me defraude con la que viene.
lunes, diciembre 18, 2006
El plano secuencia de Niños del hombre
Me encantaría volver a verla antes de escribir algo. La potencia de las imágenes es tal que temo no ser justo con ellas. Así que no diré mucho. Pero me gustaría destacar el plano secuencia que acontece cerca del final y que es uno de los mejores que recuerde en mucho tiempo, no tanto por la proeza técnica, sino por su importancia en la estructura general del film. Por un lado, es absolutamente simbólico del devenir del personaje de Clive Owen: es un resumen de todo el recorrido que el personaje hace y al mismo tiempo se presenta como la prueba final, como el cierre de su historia: es la confirmación de su inexorable destino heroico. Por otro lado, este plano secuencia es la forma más justa con la que se puede retratar el terror, la locura y el sin sentido de la violencia extrema. Hace poco, al referirme a Munich, decía que era espectacular pero no era un espectáculo. Lo mismo se puede decir de este plano (y de toda la película) cuya capacidad de impacto no responde a un regodeo esteticista y muchísimo menos a un afán manipulador que intenta chantajear al espectador pegándole bajo. La cámara (y me apropio de los pensamientos de Daney) de Cuarón, además, tampoco se indigna ideológicamente con lo que ve, sino que lo hace porque es incapaz de encontrarle explicación a semejante horror. Por último, este plano sirve para ver el manejo de la puesta en escena de su director. Todo el film está construido sobre planos de larga duración. Pero ninguno de ellos alcanza la de este plano decisivo. Lejos de cualquier exhibicionismo, Cuarón piensa cada uno de sus planos en función de una idea, y de alguna manera en este plano secuencia confluyen todos los planos anteriores. Todos los planos, el plano se podría decir. En medio de tanto exceso de guiones ingeniosos, de pornografía técnica y de tanta imagen prefabricada para el consumo y el olvido instantáneos, es reconfortante (una vez más uso esta palabra) encontrarse con un director como Cuarón, para quién el cine sigue siendo el Cine y no un medio más en la larga lista de medios estúpidos y vacíos de un mundo cada vez más cuadrado.
Queda tanto más por decir sobre Niños del hombre. De su planteo político, por ejemplo. O de la banda sonora y la manera en que se usa (la música como la más bella expresión de esperanza en medio de la desolación). Tampoco habría que olvidar la hermosa escena final. Pero, como ya dije, preferiría verla nuevamente. Por ahora abandono acá y me voy a escuchar Mind Games de Lennon. Quién haya visto la película sabe a qué se debe esta elección.
jueves, diciembre 07, 2006
La lucha continua
En medio de un panorama que se nos presenta frustrante, junto a elamigoamericano hemos tomado esta nueva joya del enorme Terry Zwigoff como emblema, como bandera, como símbolo de nuestra lucha.
No pasarán!
lunes, diciembre 04, 2006
Yo pregunto
¿Es una gran película o apenas una película correctamente filmada con un “truquito” injustificado que la viste de importante?
¿Es ambigua o simplemente no se entiende?
¿Hay algo que sostenga la intención del director de querer distanciar o incomodar al espectador o nada más es una postura pretendidamente “polémica” frente al cine y su hacer?
¿Hay una postura política interesante o solo retazos de un discurso moralista que ya se muestra agotado?
¿Los burgueses franceses son tan desagradables como los muestra Haneke –o Chabrol- o tiene razón Rohmer?
¿Es Haneke el gran director que muchos aseguran que es o es solo otro invento de aquellos que se desesperan por encontrar “autores” que vayan contra la corriente?
¿Por qué no me sentí tan perturbado las dos veces que la vi como la gran mayoría asegura que se sintió?
¿Me gusta o no me gusta Cache?
¿Me parece interesante o no?
Desde ayer pienso que todas las respuestas son posibles.
No sé.
Qué sé yo.
jueves, noviembre 02, 2006
Extraño
Creo que de todos los directores del llamado Nuevo cine argentino Trapero ha sido el más incomprendido, tanto por sus detractores como por algunos de sus defensores, quienes generalmente ensayaron opiniones a favor desde el lugar y por los motivos equivocados. Trapero no es un neorrealista, ni un costumbrista ni mucho menos un cronista de la situación social. Trapero es, por un lado, un cienasta dispuesto a explorar las posibilidades expresivas del cine, y por otro, es un buceador de las angustias más íntimas y de las zonas más oscuras del hombre. Y estas dos vertientes se sostienen entre sí, claro, y una no puede existir sin la otra. La puesta en escena de Nacido y criado, muy rigurosa y hasta virtuosa por momentos, nunca se siente calculada o mecánica porque es sostenida por los personajes, por todo lo que ellos sufren (en las películas de Trapero, básicamente, la gente sufre, hasta cuando se ríe o tiene sexo). Y a su vez, si llegamos a captar algo de lo que le pasa a estos personajes (es difícil ponerlo en palabras, digo ¿qué es exactamente lo que le pasa a Santiago en esta película o a Zapa en El bonaerense?) es porque la puesta en escena es la que nos permite sentir, aunque no saber, qué les pasa. Y ese sentir sin saber es lo que genera lo extraño y lo incómodo. El principio de la película describe una familia armoniosa, blanquísima como su moderna casa, de buen pasar económico. Sin embargo, un par de pequeños detalles de la puesta, como la ventana que da a la calle en el fondo, algunos planos insertados del paisaje patagónico o un pequeño gesto en la cara de Santiago tomado desde un ángulo determinado, nos genera un cierta inestabilidad. Evidentemente no todo es tan feliz como parece. Y no sabemos bien por qué; y los personajes tampoco: de ahí su angustia, y de ahí también la incomodidad que transmite la película.
Este no saber de los personajes, que se extiende a los espectadores, creo que responde al no saber del director. No es que no sepa porque no puede resolver el material que tiene entre manos. Es un no saber más profundo. Trapero, como dije, es un buceador de las angustias del hombre, pero no por ello está obligado a tener respuestas. Puede hacer sentir la soledad, el miedo, la frustración, la violencia, el dolor. Pero no puede encontrarles explicación (¿alguien puede?) .
Entiendo que es posible objetarle muchas cosas a la manera en la que procede Trapero. Todas sus películas, y Nacido y criado no es la excepción, pueden considerarse como desparejas. Pero no tengo dudas de que el suyo es un cine que vale la pena ser visto y sufrido.
¿Qué es el cine?
El cine, más que un lenguaje o, peor aún, una sintaxis, es una construcción ideativa, una serie de formas y elementos que erigen una dimensión fantástica en la que se objetivan unos y se subjetivan otros de los componentes de este lado de las cosas (...).
Si el cine no es ni un lenguaje ni menos aún una sintaxis, no es tampoco una técnica, en el sentido de apropiación mecánica de lo real, natural o físico.
Puede decirse que el cine es una construcción ideativa, dirigida (is est ejecutada) por una sola persona; que participa tanto del poema, como del relato y del epos. Que comprende en su desarrollo las partes formales del fuera de campo, principio de simetría y eje vertical. Simbólico y no alegórico en cuanto a la representación. Donde la actuación es sólo una parte de la puesta en escena; y donde todo lo técnico-maquinal está subordinado a lo expresivo.
Ángel Faretta.
Frangmentos de El conceto del cine.
lunes, octubre 23, 2006
Desconstruyendo a Bret
Cuarta novela del autor de Menos que cero y Psicópata americano, Lunar Park fue publicada en medio de una buena campaña de publicidad. Todo estaba servido para que Ellis volviera a recuperar su status de rock star literario: después de seis años de silencio el niño rebelde de las letras norteamericanas reaparece con un libro que podría ser, nada más y nada menos, que una autobiografía inescrupulosa y exagerada. Y es justamente esto lo que me hacía dudar un poco: de puro prejuicioso se me ocurrió que sería un superficial y autoindulgente relato de un escritor demasiado convencido de su genialidad y rebeldía. Y para colmo, lejos ya de su esplendor. Pero ni bien leí las primeras cincuenta páginas confirmé, por si hacía falta, lo estúpido que suelen ser mis pensamientos, porque no había dudas de que Lunar Park era un gran libro, extrañamente tierno y aterrador, divertido y trágico, un libre ejercicio de imaginación desatada a la vez que un acto de dolorosa confesión personal.
A medida que van pasando los capítulos de la novela –cuyas variaciones de tono e intensidad hacen del libro el mejor y más rico ejercicio estilístico del autor- Bret Ellis (el escritor) nos va mostrando como “Bret Ellis” (el protagonista, que también es escritor) se va desconstruyendo ante sus propios fantasmas y miedos, pasados, presentes y futuros, hasta quedar completamente desnudo frente a nuestros ojos. En medio de un relato que se va enrareciendo y volviendo cada vez más agobiante, el Ellis escritor nos muestra su propia esencia, su cosa en sí, su voluntad, o como se lo quiera llamar. Pone de manifiesto qué es lo que ha sostenido a los jóvenes vacíos y enviciados de Menos que Cero o al Patrick Bateman de Psicópata americano. El y nada más que él. Y su padre, claro, esa sombra con la que necesita ajustar cuentas y sin la cual, por fortuna o desgracia, nunca hubiéramos tenido una novela tan horrorosamente conmovedora como Lunar Park.
Ahora que recuperé las ganas de leer ficción, voy a meterme de lleno en la nueva novela de Marcelo Cohen, Donde yo no estaba. Parece todo un desafío (Cohen siempre lo es). Setecientas páginas no es poco. Veremos qué pasa.
viernes, septiembre 22, 2006
Lo que el cine me da (crónica de miércoles por la noche)
martes, septiembre 19, 2006
Siempre la misma pregunta: ¿qué es el cine?
Si tenemos suerte, si la gracia nos acompaña, lograremos dar otro paso (siempre hacia lo alto). Para eso será necesario toparnos con la obra de un artista capaz de mostrarnos -de ofrecernos- la parte de un todo que sólo se completará en nosotros, si queremos y si somos capaces de aceptar la voluntad. Pero no siempre sucede: a veces, el rito no se lleva a cabo. Y lo que debería ser una Experiencia, es sólo tiempo perdido. Tiempo violado. Tiempo mal empleado por chantas, mentirosos o, peor todavía, por aquellos revolucionarios de turno que piensan que pueden hacer del arte un simple instrumento utilitario para sus intenciones bienpensantes (esto en el mejor de los casos). Pero el Cine, sus grandes nombres, nos han ensañado, por medio del símbolo, a distinguir a la carroña de los verdaderos creadores. Con tantos años de historia, con todas sus batallas, con sus metas alcanzadas (todavía le queda lograr la última y la más difícil), el Cine nos ha provisto de los elementos necesarios para poder separar lo que es realmente trascendente de lo que es meramente accidental. Lo que es Tiempo de lo que es época. Fuimos iniciados en y por el Cine y eso nos permite no ser engañados, no ser persuadidos, no ser poseídos por lo ajeno (los bienpensantes quieren hacernos creer, en vano, que fuimos mal “educados” por un medio puramente audiovisual, y eso les pasa porque sus prejuicios liberales sólo les permite pensar en términos materiales). Tenemos, gracias al Cine, el poder de distinguir lo que es Cine (como concepto, como idea, como arte) de lo que no lo es. Sabemos que no todo el cine es Cine. Y por eso escapamos despavoridos cuando, en el templo, somos testigos de aquello que nunca hubiéramos querido ver, y que sin embargo abunda en demasía (y, lo que es peor, tiene sus seguidores, tan seguros de sí mismos que se olvidan de lo esencial).
Pero cuando el cine es Cine (y si el cine no es Cine, en realidad, no debería ser llamado cine) el mundo encuentra su centro (¿será esa la última misión del cine?) y nosotros encontramos el lugar en él para acceder al Conocimiento y a la Plenitud. Es ahí cuando por medio del rito de la puesta en escena, accedemos a otro estado. Si recordamos lo que decía Schopenhauer, para quien “arte”, “filosofía” y “santidad”eran manifestaciones de lo mismo, podremos intentar determinar cuál es el último y el verdadero valor del Cine y qué es aquello a lo que nos acerca: a una verdad, y tal vez, si el artista es capaz y si nosotros somos capaces, a La Verdad.
lunes, septiembre 11, 2006
Apuntes sobre Miami Vice y el cine de Michael Mann
“Hacer” es entonces una posibilidad, y actuar es poner en funcionamiento dicha posibilidad. Los personajes de Mann, ante cualquier situación, siempre deciden actuar y también accionar, esto es poner en funcionamiento un mecanismo; no tienen tiempo para dudar (Russell Crowe dudaba en El informante, pero ese no era –en principio- el personaje típico de Mann: ese lugar lo ocupaba Al Pacino). Son tipos que sólo saben y pueden hacer. Su moral está regida por el profesionalismo; y su lógica es la del movimiento. Quien se queda quieto, quien duda, quien no “hace”, en el cine de Mann, es un no-ser. Así es como en la ya citada El informante, Roussell Crowe pasaba de un no-ser a un ser luego de ponerse en acción iniciado por Pacino.
Pero si hablamos de iniciación en el cine de Mann, hay que referirse a Colateral, esa joya que va rumbo a ser un clásico absoluto ya que mejora con cada nueva visión. Allí el taxista que interpreta Jamie Fox se transforma poco a poco y es inducido a ponerse en acción por el asesino súper profesional que encarna Tom Cruise. Al final de la película, Jamie Fox es un hombre nuevo, un hombre completo (lo que no quiere decir, ya volveremos sobre esto, feliz): por eso debe terminar con Cruise, su iniciador. A fin de cuentas, la voluntad del nuevo hombre se impone sobre la de su mentor (y Cruise lo acepta, sabe que está bien que así sea, por eso su muerte carente de dramatismo). Colateral es la película con la que Micheal Mann pone de manifiesto de manera directa (tematiza) la naturaleza de sus personajes: tipos de acción que escapan del Bien y del Mal (no es un cineasta religioso) porque eso pertence a otra esfera y está lejos de sus posibilidades (es en este sentido un agnóstico): a estos hombres lo único que les queda es intentar hacer prevalecer su voluntad: profesionalisimo, deber, acción, lealtad. Ser o no ser, en el cine de Mann, es una cuestión de aceptar o no esa voluntad.
Con Miami Vice tenemos una nueva oportunidad de acercarnos a estos temas. Y allí nuevamente nos encontramos con hombres fuertes, viriles, profesionales, leales, de acción. Son tipos que están fuera (¿debajo?, ¿por encima? ¿en paralelo?) del Mundo (o de lo que solemos entender como Mundo). Ahí están esos planos típicos del cine de Mann (imponentes por otro lado) en los que los personajes están de espaldas a las grandes ciudades, con sus figuras recortadas, completamente ajenos a cualquier otro devenir que no sea el de su propio micromundo de acción. Detrás de ellos está la vida cotidiana, una vida a la que ellos nunca podrían pertenecer, porque su moral es de otro orden. Por eso sus mujeres tienen que formar parte de su propio entorno (una mujer policía de misma conducta en el caso de Rico y una traficante en el caso de Sonny). Y acá podemos plantear lo siguiente: estos seres necesitan de un micromundo específico para sobrevivir (ese que Mann filma con una solvencia técnica impecable), y sin él estarían desamparados; entonces: ¿qué está primero, ese micromundo o ellos?. Intentamos decir: ¿es el micromundo el que genera las voluntades de estos seres? o ¿es la voluntad de estos seres la que tiende a generar este micromundo?. Y de ser la primera de las opciones: ¿a quién o a quiénes pertenece esa voluntad?. Hasta el momento Mann no ha develado este asunto, y esperamos que lo intente en algún momento, aunque intuimos que una vez resuelta esta cuestión su cine ya no tendría razón de ser, ya habría alcanzado su meta.
Y hay algo más: ¿los personajes de Mann (en este caso Sonny y Rico) intentan cambiar el Mundo?; su lucha ¿es por la Justicia o algún valor similar? Aquí sí creemos que el director expresa respuestas. Y éstas son negativas. Simplemente porque algo semejante está fuera de sus posibilidades. Ya lo dijimos: el Bien y el Mal no están a su alcance, y además son seres ajenos al Mundo. Ellos lo saben, por eso la tristeza que se impone en todas las películas. Ellos luchan y actúan porque es lo que les queda, es la manera que tienen de saciar esa voluntad esencial que les quema por dentro. Pero saben que no pueden cambiar el Mundo. Ni siquiera su micromundo (ese sin el cuál, además, no serían nada y que también, no hay que olvidarlo, es el sustento del Mundo). Sea cual fuera el lado en el que estén (sean policías o delincuentes) lo suyo escapa a lo trascendente (por eso no son Héroes, quienes sí tiene la posibilidad de acercarse al Bien y pueden actuar en consecuencia). Entonces, ante tal imposibilidad, sólo pueden hacer lo suyo con la mayor dignidad posible. Y esto es para ellos, ya lo dijimos, ponerse en acción. No podremos cambiar el Mundo (ni el micromundo) dicen, pero no por eso tenemos que estar quietos.
Hay en el cine de Mann una congoja y una tristeza que se sienten en cada plano. Y Miami Vice no es la excepción. Antes habíamos dicho que para ser, en el cine de Mann, había que actuar y accionar. Pero con ser no alcanza para ser feliz. Porque si bien los hombres Mann saben qué tiene que hacer no pueden saber bien para qué lo hacen. Y eso les genera aflicción. Por ahora su destino es moverse para intentar paliar tanta angustia existencial.
martes, septiembre 05, 2006
Dos buenas películas y yo con pocas ganas de escribir
La primera es un delirio, un ajuste de cuentas del director contra sus detractores y -esto es lo importante- una invitación a seguir disfrutando del cine como motor de fábulas necesarias para salir de nuestra mediocre realidad. Es una película muy compleja, con miles de capas (las imágenes de Shyamalan siempre van más allá); pero también es muy despareja y es tanta la bronca que descarga por momentos el director que empaña un poco el resultado final. Igual, Shy sigue haciendo cine del que importa, ese que atraviesa la realidad y el tiempo y nos comunica con lo trascendente, con lo que está más allá. Cine mítico, simplemente cine. Puesta en escena como rito, como recurso único y bello.
La otra –Vuelo 93- es otro tipo de película, y su director no pertenece al linaje de Shy (último descendiente de los clásicos). El cine de Greengras viene por otro lado. A diferencia de Shy, quien nos lleva a comunicarnos con lo trascendente, Greengras está preocupado en saber qué hay en la realidad. Qué hay entre nosotros en el espacio terrenal. Entonces intenta, con su ficción, atraparla y reconstruirla para ver si las imágenes son capaces de revelarnos algo. Intenta descubrir para entender. Y ahí su cámara se aterra, se pone inestable; es claro que preferiría no ver lo que ve (Daney siempre presente). Greengras no se indigna ante la realidad (eso corre por cuenta de macaneadores políticamente correctos), sino que se aterra, porque por más que intente no puede comprender. Su posición, es la única posición ética posible.
La dama en el agua y Vuelo 93 poco se parecen, al menos en primera instancia. Pero hay una posibilidad de vincularlas (en la de Shy hay televisores con imágenes de Irak, lo cual haría más fácil la tarea). Porque entre la voluntad de trascendencia de La dama en el agua y la voluntad de entender la realidad de Vuelo 93, está el Hombre, o los hombres, en su estado de caída, en su cotidianidad, mediocre o terrorífica. No es una mala idea pensar en las cuestiones existenciales del Hombre a través de estas dos películas que hoy comparten la cartelera. Pero no seré yo, al menos en este momento, el que lo haga. Estuve intentándolo, pero desde hace unos días no tengo muchas ganas de escribir, por más que esté pensando en estas cuestiones. Creo que mi realidad –mediocre, pero casi nunca terrorífica- se impone. Hoy (ayer, mañana, no sé pasado) no puedo. Por eso me voy ya mismo. Dejo en el aire algunos pensamientos que parecen no llegar a ningún lado.
Pecado capital el que comento: hablar de cine sin decidir nada es algo que no se debe hacer. Está en contra de la voluntad de este arte impar.
viernes, agosto 25, 2006
No parece cine (dedicado a El amigo americano)
Dejando de lado las cuestiones ideológicas, políticas y sociológicas, hay que plantear (e intentar desarrollar) el verdadero problema de Manderlay. Establecer qué es lo que la aleja del cine, de sus alcances, de su lenguaje, su ontología, de su esencia como arte autónomo (que no quiere decir que sea ajeno a un contacto dialéctico con otras artes). Y ese problema es el nulo valor que le da a la imagen. Y esto no es un tema menor, porque en cine es tanto el continente como el resultado de la puesta en escena (que es todo aquello que el director utiliza para expresarse, desde cualquier objeto material que se ve hasta las puestas de cámara, movimientos, etc.). Decimos que es continente porque es el “soporte” que nos permite, como espectadores, acercarnos y descifrar aquello que encierra la puesta, y es resultado porque es el punto de llegada que el director se propone y debe alcanzar. O sea: una imagen en una pantalla, o mejor dicho, la suma de imágenes concebidas desde una determinada puesta en escena, es lo que nos permite saber qué es aquello que el autor intentó expresar. Lo que intentamos decir con todo este palabrerío es que lo que importa en el cine es la relación que establece el director con la puesta en escena y no “el” tema en sí. No hay temas importantes y otros de menor valor. Ya lo escribió Jacques Rivette: “Todos los temas nacen libres y en igualdad de derechos. Lo que cuenta es el tono, el acento, el matiz, no importa cómo lo llamemos: es decir, el punto de vista de un individuo con respecto a lo que rueda, y en consecuencia con el mundo y con todas las cosas”. Resumiendo: lo que importa es la mirada de un artista, y -seamos reiterativos- esa mirada, en cine, toma la forma de la puesta en escena, que es contenida en las imágenes al mismo tiempo que les da origen. Entonces, si una película, tal el caso de Manderlay, prescinde de manera descarada de las posibilidades ontológicas de las imágenes es porque no hay una puesta en escena elaborada, y por lo tanto, es imposible llegar al tema que supuestamente el director intentó expresar (recordemos lo que decía Ángel Faretta: “El cine es un espacio ficcional propio, donde las grandes ideas están sujetas a la puesta en escena”). En Manderlay, no hay ningún plano que ofrezca la posibilidad de una lectura de lo que allí vemos. Son meros registros de gente, de decorados, de luces, de palabras. Hay muchos movimientos de cámaras, muchos primeros planos, muchos cortes de montaje, pero esto no significa que se esté haciendo cine. Porque cada uno de esos elementos, si hablamos de cine, deben tener una justificación, no deben ser gratuitos aunque tampoco falsamente funcionales. Elegir una puesta de cámara (elección fundamental de la puesta en escena) implica toda una postura estética (expresiva, dramática, moral, metafísica), y sin renunciar a lo misterioso (lo místico) que siempre tiene la imagen obtenida, debe permitirnos leer (completar) la mirada del artista. Pero si, como en el caso de Manderlay, da lo mismo un primer plano de un personaje que de cualquier otro, si los movimientos de cámara y los cortes sólo tienen como fin el distanciamiento del espectador (¿puede a esta altura seguir siendo interesante esta idea brechtiana?), si todo lo que tiene para decir lo hace a través de una omnipresente y demasiado explicativa voz en off, es imposible llevar adelante una lectura de la película. Lars Von Trier intenta con esta trilogía un supuesto ensayo sobre Estados Unidos, pero hasta el momento lo está haciendo por afuera del cine.
Vayamos a algunos ejemplo. Hay un momento en el que Grace, la protagonista, comienza a sentirse atraída por uno de los esclavos negros. Su represión sexual, sus deseos, etc, empiezan a aflorar. En lugar de dejar que las imágenes expresen todo lo que le puede pasar al personaje (e incluso aquello que el director opina sobre la situación) la voz en off nos explica qué es lo que pasa. Si vemos a ella ir a su cama y masturbarse, ¿hace falta que nos expliquen qué estamos viendo? Si en la acción de la protagonista hubiera algo más que un simple hecho de autosatisfacción, ¿no deberían ser las imágenes las que pongan en juego ese valor agregado (el cine, cuando es cine, siempre es valor agregado)?. Von Trier cree que no, que todo lo tienen que explicar las palabras. Así procede en las casi dos horas y media que dura su film. Como espectadores, somos condenados a la pasividad absoluta ( ya que estamos: ¿esto no estaría en contra de los postulados brechtianos a los que supuestamente, dicen sus defensores, adhiere?): no se nos permite descifrar ni completar nada, solo tenemos la posibilidad de sentarnos y escuchar el discurso y aceptarlo. Todo bien explicadito, impuesto a la fuerza y sin ninguna idea visual realmente trascendente que lo respalde.
Si sumamos a todo esto que no hay personajes, sino marionetas que el director utiliza como vehículo de discurso en el mejor de los casos o como blanco de su crueldad y cinismo en los momentos más irritantes; y también, que su “tesis” social es digna de una clase de escuela secundaria, no nos quedará otra que decir lo que en realidad sabemos hace mucho tiempo: que Lars Von Trier es el mayor invento del “cine” contemporáneo.
jueves, agosto 24, 2006
miércoles, agosto 09, 2006
La decisión de Brooke
jueves, agosto 03, 2006
No quiero ser David Spritz
Hay cosas que dan bronca. Tal vez para algunos resulte una pavada mayúscula, pero qué bronca me da que no se haya estrenado en cine una excelente película como The weather man y que sólo podamos apreciarla en dvd (y pensar que se estrenó en cine una porquería como El libertino y, lo que es peor, que ¡fui a verla y pagué!).
Bueno, dejando de lado las puteadas contra las distribuidoras, diré que la película en cuestión es una amarga mirada sobre la existencia de David Spritz, un hombre que pasado los 40 no ha alcanzado nada de lo que se propuso: no pudo formar una familia (bueno sí, pero no es el ideal de “familia americana” justamente), detesta su trabajo, es un pésimo escritor (para colmo su padre es uno muy prestigioso) y no tiene idea de cómo sobrellevar la frustración (bueno, supongo que es imposible).
Gore Verbinski, un artesano de la industria que sólo hace buenas películas (Un ratoncito duro de cazar, Piratas del caribe 1 y 2, La llamada) se despachó con su mejor film, que si bien puede resultar muy diferente a los que había realizado anteriormente, comparte con ellos un rasgo en común: el haber sido realizados con un trabajo preciso en la puesta en escena, entendiendo este aspecto como la esencia del cine (algo que debería resultar obvio a esta altura y que sin embargo no siempre es tenido en cuenta). Verbinski no será un autor, pero sí es alguien que evidentemente sabe, entiende y disfruta del cine, por eso sus películas son siempre certeras y dan la sensación de haber sido realizadas con compromiso y no sólo como un mero producto para facturar. En The Weather man, además, suma una buena dosis de belleza a todos sus planos; belleza nada gratuita por otro lado, porque cada uno de esos planos es funcional y siempre son consecuencia de lo que le pasa a los personajes, a sus situaciones internas y sobre todo de las relaciones que se dan entre ellos (dos ejemplos: la imagen de David discutiendo con su ex mujer claramente divididos por la vereda y esos planos generales y desoladores en los que David y su hija se ven muy, muy pequeños).
Bueno, dejo de dar vueltas por estos aspectos formales para plantear lo siguiente. Cuando terminé de ver la película me pregunté por qué me había angustiado tanto. Por qué, estando bastante lejos de la edad y la situación de David, me sentí tan amargado, incluso asustado. En un momento pensé que era por el miedo que tengo de llegar a la edad de David en una situación similar a la suya, a llegar a ese momento de la vida cargado de sus frustraciones. Me pregunté si había algo de mi situación actual que me llevara a temer un futuro así. Y fue una mierda sentir eso. Pero felizmente recordé que el cine es el arte de la identificación y que si yo me sentía así era por la propia eficacia de la película. Sí, es así, fue por eso, puedo estar tranquilo, ¿no?