lunes, diciembre 10, 2007
Fin de semana en el bosque sagrado
Descubriendo algunas y redescubiendo otras.
Ray, Sirk, Cukor, Keaton, Dieterle, Minnelli y sus maravillosas películas. Un fin de semana a puro cine clásico.
Hollywood fue demasiado. Queda tanto por ver, pensar y decir aun...
jueves, diciembre 06, 2007
Padeciendo los estrenos
Un western para festivales de cine clase A. Un western arty. Un western cool. Un western revisionista “importante”.
Eso es El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford.
Desde el título ya se sospechaba que iba a ser una experiencia insufrible.
Para leer una crítica muy certera al respecto pueden visitar http://www.leercine.com.ar/verNota.asp?id=106
Eso es El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford.
Desde el título ya se sospechaba que iba a ser una experiencia insufrible.
Para leer una crítica muy certera al respecto pueden visitar http://www.leercine.com.ar/verNota.asp?id=106
miércoles, diciembre 05, 2007
Un golpe a la Razón
Para quienes ya teníamos el agrado de conocer otras novelas de Pablo De Santis, no es una sorpresa leer El enigma de París. Más bien todo lo contrario: es, de alguna manera, pararse en una campo conocido y seguro. No porque sea igual a otros libros o repita temas, estilo, etc. Sino porque, como sucede en sus otras obras, no defrauda. En todos sus libros se plantean en las primeras páginas la totalidad de los temas y situaciones a resolver. Y cuando llega la resolución, nunca desilusiona. Para decirlo de manera gráfica: nunca nos tira arena en los ojos. Esa característica, la de no abrir puertas falsas, la de escaparle al cinismo y las ilusiones vanguardistas, hace de los libros de De Santis una maravillosa compañía.
Esperé unos meses para abocarme a él, sabiendo que llegaría el momento justo para disfrutarlo. Y así fue, en pocos días terminé las 282 páginas, con la mente despierta y también con muchas ganas de leer más novelas de este tipo.
Como se señaló en diferentes lugares, por El enigma de París circulan Poe, Chesterton, Leroux, Conan Doyle y alguno más. Implícita o explícitamente, esos nombres clave están presentes. No como rejunte de influencias ni guiños cancheros, sino que, básicamente, están tematizados. La construcción de las novelas de detectives, de sus enigmas y resoluciones y –sobre todo- el desarrollo de sus personajes emblemáticos conforman uno de los temas principales del libro: el fin de la novela de detectives. Hay un mundo (o una forma de entender el Mundo) que se analiza y desnuda, y que finalmente se derrumba en El Enigma de París, que de alguna manera es la narración de una desilusión. Y todo esto desencadena el tema central de la novela: la soberbia y oscuridad de la Razón.
La historia transcurre a finales del siglo XIX, en los días previos a la inauguración de la Torre Eiffel, mientras se desarrolla la cumbre de Los Doce Detectives, una entidad que reúne a los máximos exponentes de la actividad. Estos doce hombres racionales y aparentemente infalibles, se creen parte de una especie de Orden sin religión, con sus procedimientos metódicos como paradigmas irrefutables.
Este encuentro forma parte, además, de una convocatoria mayor: la Exposición Universal de 1889. O sea, se sitúa en el punto máximo del festejo del Iluminismo y el Positivismo. Escribe De Santis:
“Es cierto que las innovaciones de 1889, que tanto nos deslumbraban y que prometían hacer de las ciudades verticales países del vértigo, hoy son antigüedades; la mayoría de las invenciones reunidas en la Galería de las Máquinas (el submarino de Vaupatrin, la excavadora de Grolid, el corazón artificial del doctor Srague, que resultó ser un fraude, el androide organizador de archivo de Mendes) deben estar arrumbados en algún depósito si es que no han sido desmantelados, o si su mal funcionamiento (como el ascensor horizontal de Rudinsky) no terminó en tragedia. A la vez la guerra ha demostrado que ella es la verdadera exposición universal de toda la técnica humana y que las trincheras del Somme o de Verdún son los verdaderos pabellones donde la técnica deja ver sus alcances materiales y filosóficos”.
Este fragmento, una sutil crítica hacia algunos de los “logros” de la Razón, es el preámbulo de lo que irá sucediendo en el desarrollo de la novela. Y es también un buen ejemplo de la perfección que ostenta la construcción del relato: cualquier fragmento que tomemos al azar tendrá relación con algún otro, lo anticipará o complementará; y sobre todo, nos servirá como clave para desentrañar lo que hay detrás de lo anecdótico (en este sentido, podemos decir que el primer capítulo, que transcurre en Bs. As, tiñe el resto de la novela, demarcando el terreno, el tono y la posición crítica respecto a lo narrado).
Volvamos a la historia. Durante esos días de la Exposición Universal, hay un asesinato que pone en crisis las intenciones de la cumbre de detectives y sobre todo al polaco Arzaky, uno de los dos más brillantes detectives de París y que es además quien lleva la voz cantante del grupo. Como ayudante en la investigación del caso elige un enviado por su colega y amigo argentino Craig, quien por problemas de salud no pudo asistir. Este ayudante, protagonista y héroe de la historia, es Sigmundo Salvatorio (¡vaya nombre!), hijo de zapatero, quien soñó toda su vida con ser detective y que casi por casualidad encuentra la oportunidad de su vida. Pero la experiencia no resulta ser lo que pudo imaginar alguna vez, y el mundo que él creía fascinante no es como lo soñó. Si bien sigue siendo fascinante, está teñido de una oscuridad insospechada.
A medida que avanza la investigación, Salvatorio descubre dos bandos: por un lado, el de los detectives (que a su vez está muy dividido), representantes del Racionalismo, la frialdad y el materialismo; por el otro, un grupo de personas compuesto por algún cura, rosacruces y ocultistas, personas comandadas por un tal Grialet y que se oponen a todo aquello que representa esa Exposición Universal. Pero ambos grupos pertenecen al mismo Mundo. Un Mundo ya totalmente secularizado en el que toda concepción religiosa y espiritual se ha degradado. Entre los métodos de los detectives y las prácticas confusas del grupo de Grialet, surge un gran fuera de campo, que como tal se percibe por omisión. Hay algo que falta y que De Santis, en otro de sus tantos aciertos, nunca hace explícito. Quedará en el lector ver ese fuera de campo, esa ausencia, esa otra parte.
Lo que yo me pregunto es si Salvatorio lo ve. Es posible que no. O al menos, no de forma completa. Pero sin embargo sí adquiere una conciencia que lo diferencia de ese Mundo. Y es una conciencia de Bien, algo ausente en el proceder de los detectives, quienes ven en cada caso una posibilidad para probar sus métodos y no para buscar, precisamente, el Bien, o al menos algo de justicia. En esa ausencia de una busca trascendente se basa la crítica que le hace El Enigma de París a la Razón, a su soberbia materialista y a su desprecio por el amor.
Pero hay algo más, una idea que lleva a la novela de De Santis a un lugar más destacado. Una vez resuelto el enigma queda al desnudo que la Razón no puede explicarlo todo, que sus métodos son incapaces de entender el Mal, y que incluso ese Mal puede encontrar en la misma Razón el mejor de los disfraces.
Esperé unos meses para abocarme a él, sabiendo que llegaría el momento justo para disfrutarlo. Y así fue, en pocos días terminé las 282 páginas, con la mente despierta y también con muchas ganas de leer más novelas de este tipo.
Como se señaló en diferentes lugares, por El enigma de París circulan Poe, Chesterton, Leroux, Conan Doyle y alguno más. Implícita o explícitamente, esos nombres clave están presentes. No como rejunte de influencias ni guiños cancheros, sino que, básicamente, están tematizados. La construcción de las novelas de detectives, de sus enigmas y resoluciones y –sobre todo- el desarrollo de sus personajes emblemáticos conforman uno de los temas principales del libro: el fin de la novela de detectives. Hay un mundo (o una forma de entender el Mundo) que se analiza y desnuda, y que finalmente se derrumba en El Enigma de París, que de alguna manera es la narración de una desilusión. Y todo esto desencadena el tema central de la novela: la soberbia y oscuridad de la Razón.
La historia transcurre a finales del siglo XIX, en los días previos a la inauguración de la Torre Eiffel, mientras se desarrolla la cumbre de Los Doce Detectives, una entidad que reúne a los máximos exponentes de la actividad. Estos doce hombres racionales y aparentemente infalibles, se creen parte de una especie de Orden sin religión, con sus procedimientos metódicos como paradigmas irrefutables.
Este encuentro forma parte, además, de una convocatoria mayor: la Exposición Universal de 1889. O sea, se sitúa en el punto máximo del festejo del Iluminismo y el Positivismo. Escribe De Santis:
“Es cierto que las innovaciones de 1889, que tanto nos deslumbraban y que prometían hacer de las ciudades verticales países del vértigo, hoy son antigüedades; la mayoría de las invenciones reunidas en la Galería de las Máquinas (el submarino de Vaupatrin, la excavadora de Grolid, el corazón artificial del doctor Srague, que resultó ser un fraude, el androide organizador de archivo de Mendes) deben estar arrumbados en algún depósito si es que no han sido desmantelados, o si su mal funcionamiento (como el ascensor horizontal de Rudinsky) no terminó en tragedia. A la vez la guerra ha demostrado que ella es la verdadera exposición universal de toda la técnica humana y que las trincheras del Somme o de Verdún son los verdaderos pabellones donde la técnica deja ver sus alcances materiales y filosóficos”.
Este fragmento, una sutil crítica hacia algunos de los “logros” de la Razón, es el preámbulo de lo que irá sucediendo en el desarrollo de la novela. Y es también un buen ejemplo de la perfección que ostenta la construcción del relato: cualquier fragmento que tomemos al azar tendrá relación con algún otro, lo anticipará o complementará; y sobre todo, nos servirá como clave para desentrañar lo que hay detrás de lo anecdótico (en este sentido, podemos decir que el primer capítulo, que transcurre en Bs. As, tiñe el resto de la novela, demarcando el terreno, el tono y la posición crítica respecto a lo narrado).
Volvamos a la historia. Durante esos días de la Exposición Universal, hay un asesinato que pone en crisis las intenciones de la cumbre de detectives y sobre todo al polaco Arzaky, uno de los dos más brillantes detectives de París y que es además quien lleva la voz cantante del grupo. Como ayudante en la investigación del caso elige un enviado por su colega y amigo argentino Craig, quien por problemas de salud no pudo asistir. Este ayudante, protagonista y héroe de la historia, es Sigmundo Salvatorio (¡vaya nombre!), hijo de zapatero, quien soñó toda su vida con ser detective y que casi por casualidad encuentra la oportunidad de su vida. Pero la experiencia no resulta ser lo que pudo imaginar alguna vez, y el mundo que él creía fascinante no es como lo soñó. Si bien sigue siendo fascinante, está teñido de una oscuridad insospechada.
A medida que avanza la investigación, Salvatorio descubre dos bandos: por un lado, el de los detectives (que a su vez está muy dividido), representantes del Racionalismo, la frialdad y el materialismo; por el otro, un grupo de personas compuesto por algún cura, rosacruces y ocultistas, personas comandadas por un tal Grialet y que se oponen a todo aquello que representa esa Exposición Universal. Pero ambos grupos pertenecen al mismo Mundo. Un Mundo ya totalmente secularizado en el que toda concepción religiosa y espiritual se ha degradado. Entre los métodos de los detectives y las prácticas confusas del grupo de Grialet, surge un gran fuera de campo, que como tal se percibe por omisión. Hay algo que falta y que De Santis, en otro de sus tantos aciertos, nunca hace explícito. Quedará en el lector ver ese fuera de campo, esa ausencia, esa otra parte.
Lo que yo me pregunto es si Salvatorio lo ve. Es posible que no. O al menos, no de forma completa. Pero sin embargo sí adquiere una conciencia que lo diferencia de ese Mundo. Y es una conciencia de Bien, algo ausente en el proceder de los detectives, quienes ven en cada caso una posibilidad para probar sus métodos y no para buscar, precisamente, el Bien, o al menos algo de justicia. En esa ausencia de una busca trascendente se basa la crítica que le hace El Enigma de París a la Razón, a su soberbia materialista y a su desprecio por el amor.
Pero hay algo más, una idea que lleva a la novela de De Santis a un lugar más destacado. Una vez resuelto el enigma queda al desnudo que la Razón no puede explicarlo todo, que sus métodos son incapaces de entender el Mal, y que incluso ese Mal puede encontrar en la misma Razón el mejor de los disfraces.
miércoles, noviembre 28, 2007
La Dalia Negra: Un infierno para los miopes
Supongo que luego de las maravillosas, dantescas y optimistas Misión a Marte y Mujer Fatal, que fueron tan mal vistas y leídas, Brian desató un gran infierno para que esas erradas miradas puedan divertirse y perderse allí (ojalá queden atrapadas en ese lugar).
Difícil entonces acercarse a La Dalia Negra. Y es así porque es una película lograda. Producto del enojo de un artista incomprendido, nos hace extrañar el mundo de los otros films depalmianos.
Pero nadie puede negarle el derecho a enojarse, patalear e insultar a los espectadores. Después de todo, él nos había dejado en las puertas de la revelación con Misión a Marte y nadie –o muy pocos- se hicieron cargo.
Seguramente la película más furiosa e irónica de De Palma, cuyo gran fuera de campo es el resto de la obra depalmiana. Todo lo que fue mal interpretado en el resto de sus películas, circula en la Dalia Negra a simple vista. Desechos genéricos, temáticos y autorales. Autoconciencia de la autoconciencia.
Es incómodo. Pero entendible.
Difícil entonces acercarse a La Dalia Negra. Y es así porque es una película lograda. Producto del enojo de un artista incomprendido, nos hace extrañar el mundo de los otros films depalmianos.
Pero nadie puede negarle el derecho a enojarse, patalear e insultar a los espectadores. Después de todo, él nos había dejado en las puertas de la revelación con Misión a Marte y nadie –o muy pocos- se hicieron cargo.
Seguramente la película más furiosa e irónica de De Palma, cuyo gran fuera de campo es el resto de la obra depalmiana. Todo lo que fue mal interpretado en el resto de sus películas, circula en la Dalia Negra a simple vista. Desechos genéricos, temáticos y autorales. Autoconciencia de la autoconciencia.
Es incómodo. Pero entendible.
miércoles, noviembre 14, 2007
Dark Angel: religando con la Verdad
"La expresión mística es además un aliciente de las ideas. Toda verdad es antiquísima. El incentivo de la novedad radica sólo en las variaciones de la expresión. Mientras más insólita sea su presentación, la alegría del reconocimiento será más grande". Novalis, Amor y Fe o El Rey y La Reina.
"La verdadera anarquía es el elemento regenerador de la religión. De la destrucción de todo lo positivo, levanta su cabeza gloriosa como una nueva fundadora universal". Novalis, Europa o la Cristiandad.
Dark Angel (2000-2002), James Cameron.
"La verdadera anarquía es el elemento regenerador de la religión. De la destrucción de todo lo positivo, levanta su cabeza gloriosa como una nueva fundadora universal". Novalis, Europa o la Cristiandad.
Dark Angel (2000-2002), James Cameron.
martes, noviembre 13, 2007
martes, octubre 16, 2007
jueves, septiembre 27, 2007
Esto es el cine...
No extraña que una película como Perseguidos por el pasado (Seraphim Falls) pase inadvertida. Un western clásico, convencido de la tradición que lo precede, es hoy en día una anomalía. Como le pasó hace unos años a la obra maestra de Kevin Costner, Pacto de Justicia (Open Range), esta primera película de David Von Ancken está condenada a la invisibilidad.
Sin embargo, es capaz de seguir poniendo en circulación aquello que el cine supo ser. No es una tarea fácil, incluso la película misma se ve tentada y cae en algún vicio contemporáneo (la escena con, lamento decirlo, Angelica Huston) tratando de alegorizar, volver obvio aquello que ya sabíamos o intuíamos gracias al desarrollo simbólico de la puesta en escena. Por eso hablamos de una muy buena película y no de una gran película.
Dos hombres enfrentados a muerte por el pasado, las huellas de la guerra de Secesión (tomando partido por el Sur), el oeste como ese terreno mítico donde conviven la tradición y las ansias de progreso; la violencia, los hombres que no dudan sino que deciden, que no tienen tiempo para el escamoteo moral; culpas, tentaciones, venganzas y finalmente la superación individual como resolución ética. Y tristeza. Todo eso circula con precisión y de manera simbólica en Perseguidos por el pasado, un verdadero western clásico, capaz de imponerse a esa pequeña tentación que se autoimpone.
Esto no es una crítica o algo por el estilo. Sólo son palabras que intentan destacar uno de esos films que importan, porque (in)justamente ya no le importan a (casi) nadie.
lunes, septiembre 17, 2007
martes, septiembre 04, 2007
El otro, el mismo: Bourne, Jason Bourne
El juego final.
La voluntad que carcome.
El regreso a casa.
La inteligencia y la ética por sobre la voluntad.
Las respuestas.
La caída final.
Volver a nacer.
Cine de acción. Otra gran película de Paul Greengrass.
La voluntad que carcome.
El regreso a casa.
La inteligencia y la ética por sobre la voluntad.
Las respuestas.
La caída final.
Volver a nacer.
Cine de acción. Otra gran película de Paul Greengrass.
El ultimátum de Bourne (The Bourne Ultimatum).
miércoles, agosto 29, 2007
Apuntes sobre escenas favoritas (2): De Horror y Esperanza (En la boca del miedo).
Hacia mediados de la década del 90, luego de una buena cantidad de excelentes películas y de varias obras maestras, John Carpenter decidió llevar sus propuestas estéticas, sus temas y su propia autoconciencia hasta el límite: así parió En la boca del miedo (In the mouth of madness, 1995), una de sus películas más ricas y complejas, y una de las más fascinantes y aterradoras visiones del mundo que ha dado el cine.
Podría decirse que desde la primera imagen posterior a la secuencia de títulos (aquella que comienza con un travelling descendente –de Arriba hacia Abajo- sobre una estructura vertical dentro del manicomio) hasta el final, cuando vemos que vemos la misma película que estábamos viendo (“el horror, el horror” de la repetición), En la boca del miedo es un continuo fluir de imágenes sugerentes y llenas de significado, oscuras a más no poder, pero sin embargo luminosas en cuanto a generadoras de pensamiento. El marcado dualismo de J.C. -quien siempre está con un pie en lo oscuro y otro en lo luminoso- es una lucha constante entre lo bello y lo espantoso, lo físico y lo metafísico: entre el Bien y el Mal, en definitiva. El problema del Mal en el Mundo y cómo combatirlo es (como en tantos otros autores, aunque con diferentes planteos) El tema carpenteriano, y suele ser traducido muchas veces en una contienda entre Caos y Orden. En la boca del miedo pone en relieve esta cuestión, de una manera bastante desesperanzada; al menos en primera instancia, como sucede también en esa otra obra maestra llamada El enigma de otro mundo (The Thing, 1982).
Caos y Orden, entonces. O Caos que se impone trágica y violentamente para abolir el Orden (aunque tal vez este Orden no exista sino que en su lugar hay un orden menor, precario, insostenible, el de nuestro mundo, el de John Trent, Sam Neill, en el film). A lo largo de su filmografía, J.C. ha concebido gran cantidad de planos, escenas y secuencias en las que grafica esta cuestión de manera ejemplar. Y para ello no recurre a ningún otro discurso que no sea el de la puesta en escena, no impone ninguna forzada alegoría sino que hace cine, o sea: contrae y expande los tiempos, usa el suspenso (Hitchcock), hace fluir la acción y simula centrarse en lo simplemente argumental. Eso es lo que se puede ver en la escena de la cafetería en la que John Trent, un agente de seguro racional, se entera de su tarea y, sobre todo, de su misión. Allí conversa con su jefe sobre un nuevo caso: la desaparición del escritor Suther Cane (Jurgen Prochnow) . Mientras hablan sobre el tema, por fuera de la cafetería empieza a imponerse un desorden. Hay dos planos de representación claros en la escena: por un lado, el interior del café: seguro, tranquilo, indiferente, racional; y por otro lado, está el exterior, que se vuelve caótico, violento, aterrador. Trent, que pertenece confortablemente al primero de los planos (al de las charlas de café) es completamente indiferente al segundo (ni siquiera es capaz de leer novelas de terror) y, literalmente, no ve venir el Caos, lo infernal. Lo más probable es que ni crea en que algo así puede existir. Pero J.C. lo ve venir, y lo muestra, y nos lo muestra. Así, con unos lentos travellings que van hacia el horror y se alejan de él, y unos cortes de montaje que utiliza para separar los dos planos de la acción –exterior caótico y metafísico e interior ordenado y racional-, J.C. crea, en primer lugar, el suspenso y a través de él nos coloca como espectadores en una situación moral específica: estamos por encima del conocimiento del protagonista, quien ignora el terror que está por estallar. Ahora nosotros sabemos algo. J.C nos vuelve inevitablemente creyentes, y en eso radica el verdadero secreto del cine de terror: en volvernos creyentes del Mal pese a que previamente a la visión del film no lo seamos (por suerte, también nos hace creyentes del Bien, sino...).
A medida que el tipo del hacha se acerca hacia la ventana de la cafetería la tensión crece hasta alcanzar su punto máximo cuando se detiene. En lugar de ir al impacto directo, J.C. se toma unos segundos (los grandes directores siempre se los toman) para mostrar lo siguiente: Trent y su jefe si inclinan un poco hacia delante para mirar unos papeles, pero ambos se colocan prácticamente de espaldas a la ventana, por eso no ven el exterior -no pueden, no quieren- . Una vez que esta situación queda clara, finalmente la tranquilidad interior se derrumba: un hachazo directo sobre el vidrio y el horror que se impone. Así, además de mostrar la tensión entre el Caos y el Orden (aunque es orden, con minúscula) como tanto le gusta, J.C. muestra otra dualidad, otro contraste: el de la tarea y la misión. En esta excelente escena, Trent recibe por parte de su jefe una tarea laboral, a la que él está acostumbrado, pero además recibe de manera trágica su misión. Ambas se relacionan con encontrar a Suther Cane, pero una se refiere a un problema de seguros y la otra tiene que ver con la resolución (si es posible) de un enigma de otra naturaleza. “¿Lee a Suther Cane?”, le pregunta el hombre del hacha. Y esa pregunta es la marca fatal del destino de Trent, quien a partir de ese momento deberá cargar con el destino del héroe (finalmente, ¿será Leyenda?) . No hace falta aclarar si J.C. se inclina por la tarea o por la misión.
Dejando de lado la escena de la cafetería en sí, es interesante decir o intentar decir algo respecto a la diferencia de Orden y orden, y al final desesperanzado del film. En realidad, no existe enfrentamiento entre Caos y Orden, porque no hay tal Orden. Lo que hay es un pequeño mundo ordenado a partir de la acción de los hombres racionales como Trent. Una vez presente y esparcido el Mal, ese orden no tiene dimensión suficiente para enfrentarlo, por eso es tan fácilmente derrotado. En la boca del miedo lo muestra claramente, por eso la desesperanza. Este pequeño mundo no tiene la capacidad para enfrentar una lucha de esa naturaleza, ni tampoco la voluntad de un hombre alcanza. Y el susto enorme que nos llevamos al verla tiene que ver con esto, con esa sensación de desprotección que genera la película. Sin embrago -tal vez- haya una esperanza, un Orden. Y está presente en las manos del autor de este mundo ficcional: la película misma en cuanto medio creador y ordenador. Para escupir este Caos, esta pesadilla infernal, para abrirnos los ojos ante el terror, J.C. hace cine, o sea ordena, impone un Orden (la forma en que construye la escena citada es un claro ejemplo de que nada es producto del azar en sus films). Entonces junto al terror que provoca ver en En la boca del miedo renace la esperanza del cine. Del Cine de John Carpenter, claro.
Podemos sentarnos a comer pochoclos para disfrutar de una hora y media de terror, de Mal desatado. Y podemos reír y llorar a la vez, porque estamos aterrados y esperanzados (¡fascinados!) al igual que John Trent en el final de la película.
Podría decirse que desde la primera imagen posterior a la secuencia de títulos (aquella que comienza con un travelling descendente –de Arriba hacia Abajo- sobre una estructura vertical dentro del manicomio) hasta el final, cuando vemos que vemos la misma película que estábamos viendo (“el horror, el horror” de la repetición), En la boca del miedo es un continuo fluir de imágenes sugerentes y llenas de significado, oscuras a más no poder, pero sin embargo luminosas en cuanto a generadoras de pensamiento. El marcado dualismo de J.C. -quien siempre está con un pie en lo oscuro y otro en lo luminoso- es una lucha constante entre lo bello y lo espantoso, lo físico y lo metafísico: entre el Bien y el Mal, en definitiva. El problema del Mal en el Mundo y cómo combatirlo es (como en tantos otros autores, aunque con diferentes planteos) El tema carpenteriano, y suele ser traducido muchas veces en una contienda entre Caos y Orden. En la boca del miedo pone en relieve esta cuestión, de una manera bastante desesperanzada; al menos en primera instancia, como sucede también en esa otra obra maestra llamada El enigma de otro mundo (The Thing, 1982).
Caos y Orden, entonces. O Caos que se impone trágica y violentamente para abolir el Orden (aunque tal vez este Orden no exista sino que en su lugar hay un orden menor, precario, insostenible, el de nuestro mundo, el de John Trent, Sam Neill, en el film). A lo largo de su filmografía, J.C. ha concebido gran cantidad de planos, escenas y secuencias en las que grafica esta cuestión de manera ejemplar. Y para ello no recurre a ningún otro discurso que no sea el de la puesta en escena, no impone ninguna forzada alegoría sino que hace cine, o sea: contrae y expande los tiempos, usa el suspenso (Hitchcock), hace fluir la acción y simula centrarse en lo simplemente argumental. Eso es lo que se puede ver en la escena de la cafetería en la que John Trent, un agente de seguro racional, se entera de su tarea y, sobre todo, de su misión. Allí conversa con su jefe sobre un nuevo caso: la desaparición del escritor Suther Cane (Jurgen Prochnow) . Mientras hablan sobre el tema, por fuera de la cafetería empieza a imponerse un desorden. Hay dos planos de representación claros en la escena: por un lado, el interior del café: seguro, tranquilo, indiferente, racional; y por otro lado, está el exterior, que se vuelve caótico, violento, aterrador. Trent, que pertenece confortablemente al primero de los planos (al de las charlas de café) es completamente indiferente al segundo (ni siquiera es capaz de leer novelas de terror) y, literalmente, no ve venir el Caos, lo infernal. Lo más probable es que ni crea en que algo así puede existir. Pero J.C. lo ve venir, y lo muestra, y nos lo muestra. Así, con unos lentos travellings que van hacia el horror y se alejan de él, y unos cortes de montaje que utiliza para separar los dos planos de la acción –exterior caótico y metafísico e interior ordenado y racional-, J.C. crea, en primer lugar, el suspenso y a través de él nos coloca como espectadores en una situación moral específica: estamos por encima del conocimiento del protagonista, quien ignora el terror que está por estallar. Ahora nosotros sabemos algo. J.C nos vuelve inevitablemente creyentes, y en eso radica el verdadero secreto del cine de terror: en volvernos creyentes del Mal pese a que previamente a la visión del film no lo seamos (por suerte, también nos hace creyentes del Bien, sino...).
A medida que el tipo del hacha se acerca hacia la ventana de la cafetería la tensión crece hasta alcanzar su punto máximo cuando se detiene. En lugar de ir al impacto directo, J.C. se toma unos segundos (los grandes directores siempre se los toman) para mostrar lo siguiente: Trent y su jefe si inclinan un poco hacia delante para mirar unos papeles, pero ambos se colocan prácticamente de espaldas a la ventana, por eso no ven el exterior -no pueden, no quieren- . Una vez que esta situación queda clara, finalmente la tranquilidad interior se derrumba: un hachazo directo sobre el vidrio y el horror que se impone. Así, además de mostrar la tensión entre el Caos y el Orden (aunque es orden, con minúscula) como tanto le gusta, J.C. muestra otra dualidad, otro contraste: el de la tarea y la misión. En esta excelente escena, Trent recibe por parte de su jefe una tarea laboral, a la que él está acostumbrado, pero además recibe de manera trágica su misión. Ambas se relacionan con encontrar a Suther Cane, pero una se refiere a un problema de seguros y la otra tiene que ver con la resolución (si es posible) de un enigma de otra naturaleza. “¿Lee a Suther Cane?”, le pregunta el hombre del hacha. Y esa pregunta es la marca fatal del destino de Trent, quien a partir de ese momento deberá cargar con el destino del héroe (finalmente, ¿será Leyenda?) . No hace falta aclarar si J.C. se inclina por la tarea o por la misión.
Dejando de lado la escena de la cafetería en sí, es interesante decir o intentar decir algo respecto a la diferencia de Orden y orden, y al final desesperanzado del film. En realidad, no existe enfrentamiento entre Caos y Orden, porque no hay tal Orden. Lo que hay es un pequeño mundo ordenado a partir de la acción de los hombres racionales como Trent. Una vez presente y esparcido el Mal, ese orden no tiene dimensión suficiente para enfrentarlo, por eso es tan fácilmente derrotado. En la boca del miedo lo muestra claramente, por eso la desesperanza. Este pequeño mundo no tiene la capacidad para enfrentar una lucha de esa naturaleza, ni tampoco la voluntad de un hombre alcanza. Y el susto enorme que nos llevamos al verla tiene que ver con esto, con esa sensación de desprotección que genera la película. Sin embrago -tal vez- haya una esperanza, un Orden. Y está presente en las manos del autor de este mundo ficcional: la película misma en cuanto medio creador y ordenador. Para escupir este Caos, esta pesadilla infernal, para abrirnos los ojos ante el terror, J.C. hace cine, o sea ordena, impone un Orden (la forma en que construye la escena citada es un claro ejemplo de que nada es producto del azar en sus films). Entonces junto al terror que provoca ver en En la boca del miedo renace la esperanza del cine. Del Cine de John Carpenter, claro.
Podemos sentarnos a comer pochoclos para disfrutar de una hora y media de terror, de Mal desatado. Y podemos reír y llorar a la vez, porque estamos aterrados y esperanzados (¡fascinados!) al igual que John Trent en el final de la película.
lunes, agosto 13, 2007
Apuntes sobre escenas favoritas (1): La mesa de los marginados (Ed. Wood)
La memoria del cinéfilo está compuesta, casi en igual medida, por recuerdos propios y por fragmentos de películas. Y es muy probable que muchas de las experiencias cotidianas le remitan más a esas escenas que a vivencias personales. Defecto, virtud, enfermedad o vaya uno a saber qué, esta característica es uno de los rasgos fundamentales del cinéfilo. Ahora bien: ¿puede ésto servir para algo?. Es probable que no; y aún más probable es que en realidad no tenga por qué perseguir una utilidad determinada. Sin embargo, varias veces me pregunto qué hacer con tantos momentos robados. Tal vez sería bueno preguntarse por qué ciertas escenas o momentos se arraigan así en la memoria; por qué hay escenas que se transforman en la escena favorita. Pero como es imposible justificar un mecanismo tan inconsciente y sensorial como el que permite que una escena se quede para siempre en nuestro interior, no hay forma de encontrar respuestas a esos porqués. Entonces, creo, sólo queda una cosa por hacer: tomar esas escenas favoritas, apartarlas un poco e intentar -de manera objetiva (sí, claro)- sino analizarlas al menos decir algo sobre ellas y ver si hay algo más allá del gusto personal.
Ya terminada la introducción, vayamos a la escena que decidió hacer presencia en el día de hoy: aquella de Ed Wood (1994, Tim Burton) en la que Edward D. Wood Jr. (Johnny Depp en el mejor trabajo de su carrera, y eso es decir mucho) se encuentra frente a frente con Orson Welles. Seguramente todos la recuerdan, pero no viene mal detallarla un poco más. En medio de la filmación de Plan 9, el pobre Ed. sufre el acoso de los financistas, además de que el rodaje se le transforma en un caos. Atacado, decide vestirse de la manera en que se siente más a gusto y seguro, o sea de mujer. Así, con su querido sweater de angora, sale de su camarín para continuar filmando. Claro, allí se topa otra vez con los financistas que le reprochan la forma en la que está vestido. La paciencia de Ed. llega a su límite y entonces sale corriendo del set y toma un taxi hasta “el bar más cercano”. Y allí sucede el milagro. La Providencia, o el destino, le regala a Ed. el momento de su vida: estar sentado en la misma mesa, a la misma altura que su ídolo, su ejemplo, su Dios personal: Orson Welles. Mantienen un diálogo corto, sencillo, de una síntesis y precisión dignas del cine clásico. Charlan sobre las dificultades que tienen para realizar sus films, sobre cómo tienen que luchar contra productores y financistas. Incluso, Welles le comenta que la Universal le quiere imponer a Charlton Heston para que haga de mexicano en un thriller que está por filmar. Allí, Ed. lo mira, pone cara de sorprendido y luego de unos segundos hace la Gran pregunta: “¿vale la pena?”; y Welles lo corresponde con la Gran respuesta: “cuando las cosas salen bien, vale la pena. ¿Sabés en qué película tuve todo el control? En Kane. Allí el estudio no pudo tocar un solo fotograma. Vale la pena soñar por nuestras visiones, ¿por qué pasarse la vida haciendo el sueño de los demás?”. Ed. ha encontrado lo que le hacía falta. Y allí finaliza la escena, cuando Ed. lo mira emocionado y, con respeto y admiración, pero sintiéndose un par del enorme Welles, le dice: “Gracias... Orson” *. Ya no es Mr. Welles como cuando lo saludó al principio, ahora es Orson. Ed. sale del bar, vuelve al set y continua filmando, inspirado por las palabras de su maestro, su “obra maestra”.
El sentido de la escena es claro. Burton, con su infinita ternura y piedad, jugando a ser un dios menor y benévolo, le regala a Ed. un momento sagrado, de felicidad. Poner al “peor” director de la historia a la par del “máximo genio” es un acto de piedad absoluta (las comillas corresponden a marcar que esos adjetivos son los que se usan comúnmente, en esas vulgatas que suelen ser la mayoría de las historias del cine). Pero hay más que eso, no se trata sólo del conocido amor de Burton hacia los freaks. Lo más importante es aquello que se desprende del diálogo que mantienen sobre los problemas para llevar adelante sus películas. Eso es lo que los une: el hecho de ser dos directores que nunca fueron asimilados por el sistema de Hollywood. Tanto el extremadamente talentoso como el carente de toda virtud no pudieron formar parte nunca de ese Poder diferencial que fue el Hollywood de la era clásica.
Si bien abundan las leyendas sobre lo oscuro que eran los estudios, los dueños de los estudios, los productores, etc., lo cierto es que sin ellos jamás se hubiera dado el marco necesario para que se desarrollara el arte más importante del siglo XX. El cine clásico, además de sus autores y artesanos, es también obra de los estudios. Decir esto no es ninguna novedad, es algo que se sabe y que se ha dicho. Sin embargo, generalmente se suele caer en un error que además es un lugar común: decir que los grandes directores pudieron expresar su visión del mundo como contrabandistas, pese a los estudios. Afirmar esto sería lo mismo que decir que ideológica, política y culturalmente los hacedores de las películas (Ford, Hitchcock, Hawks, etc) estaban opuestos a los dueños de los estudios y los productores. Y esto no fue así. El sistema de estudio fue una alianza con el fin de crear un Poder determinado opuesto a la cultura WASP y al american way of life. Y en ese sistema tanto directores como productores compartían una misma visión del mundo. Claro que eso no significa que no hubiera enfrentamientos o disputas. Pero no hay que confundir luchas personales con ambiciones políticas y estéticas, que como ya se dijo, eran compartidas por todos los implicados en el sistema de estudios (quién quiera ahondar más en esto debería remitirse a la obra de Ángel Faretta, a quien le pertenecen estas ideas). Entonces, en esa clara voluntad de Poder, es difícil aceptar anomalías. Y tanto Orson Welles como Ed. Wood lo eran para ese sistema con fines determinados. Por su parte, Welles era demasiado genial, pero sobre todo, demasiado consciente de su genialidad y ese fue el problema: la exagerada autoconciencia que lo llevó a poner de manifiesto toda la historia y la intención estética e ideológica del cine en una sola película (ópera prima para colmo): El ciudadano. Esa soberbia, esas ansias de poder personal, puesta de manifiesto en una sola película, chocó, inevitablemente, con las intenciones de Hollywood, que había desarrollado todo un conjunto de reglas más o menos estables que servían de vehículo y también de pacto con los espectadores: star system, géneros, “transparencia”, espectáculo. Hollywood se vendió a sí mismo como entretenimiento, escondiendo a simple vista sus verdaderas ambiciones. Welles llegó para delatar, para poner demasiado a la vista las intenciones del cine. Y además, llegó para poner un nombre (el suyo) por sobre el resto. Y todo eso era imposible de asimilar para un sistema ya establecido y con metas claras (recordemos que nombres como Hitchcock, o Hawks, y ni hablar de autores clase b como Edgar G. Ulmer o Joseph H. Lewis, siempre la jugaron de artesanos, de simples trabajadores, colaborando así con la estrategia de los estudios pese a ser también geniales). Así fue como Welles quedó afuera para siempre. Por elección propia, además. Él eligió el caminar por fuera, él optó enfrentarse al sistema. Welles fue el primer maldito (tal vez un antecedente sea Erich Von Stroheim). Y lo fue por propia decisión. Hollywood fue un Poder con metas claras, al que se lo podía aceptar o no. Y Welles no aceptó formar parte, pese a compartir muchos de sus postulados. Y allí quedó, en un bar periférico sentado junto a la otra anomalía, a la otra cara de la moneda, al nada genial Edward D. Wood Jr. Esa mesa que Burton les hace compartir, es la mesa de los marginados, de los que -suena cruel, pero...- no eran útiles. Hollywood (hablamos de aquel Hollywood, claro está) fue un mundo de maravillosas fantasías pero sobre todas las cosas fue un reino poderoso que marcó una clara diferencia cultural y política con todo lo que pasaba a su alrededor. Fue Poder y como tal dejó en el camino varios nombres. Y está bien que alguien nos muestre esos nombres caídos, esas pequeñas derrotas que quedaron a la sombra del gran triunfo que fue el cine clásico. Y Burton, quién otro sino, lo hace en una hermosa película blanco y negro, en la que por unos minutos nos muestra a dos personas naturalmente opuestas (un genio y un soñador carente de todo talento) unidas en una misma derrota.
*Es posible que los diálogos no sean exactamente así; pero en este ejercicio era mejor recordar de memoria.
Ya terminada la introducción, vayamos a la escena que decidió hacer presencia en el día de hoy: aquella de Ed Wood (1994, Tim Burton) en la que Edward D. Wood Jr. (Johnny Depp en el mejor trabajo de su carrera, y eso es decir mucho) se encuentra frente a frente con Orson Welles. Seguramente todos la recuerdan, pero no viene mal detallarla un poco más. En medio de la filmación de Plan 9, el pobre Ed. sufre el acoso de los financistas, además de que el rodaje se le transforma en un caos. Atacado, decide vestirse de la manera en que se siente más a gusto y seguro, o sea de mujer. Así, con su querido sweater de angora, sale de su camarín para continuar filmando. Claro, allí se topa otra vez con los financistas que le reprochan la forma en la que está vestido. La paciencia de Ed. llega a su límite y entonces sale corriendo del set y toma un taxi hasta “el bar más cercano”. Y allí sucede el milagro. La Providencia, o el destino, le regala a Ed. el momento de su vida: estar sentado en la misma mesa, a la misma altura que su ídolo, su ejemplo, su Dios personal: Orson Welles. Mantienen un diálogo corto, sencillo, de una síntesis y precisión dignas del cine clásico. Charlan sobre las dificultades que tienen para realizar sus films, sobre cómo tienen que luchar contra productores y financistas. Incluso, Welles le comenta que la Universal le quiere imponer a Charlton Heston para que haga de mexicano en un thriller que está por filmar. Allí, Ed. lo mira, pone cara de sorprendido y luego de unos segundos hace la Gran pregunta: “¿vale la pena?”; y Welles lo corresponde con la Gran respuesta: “cuando las cosas salen bien, vale la pena. ¿Sabés en qué película tuve todo el control? En Kane. Allí el estudio no pudo tocar un solo fotograma. Vale la pena soñar por nuestras visiones, ¿por qué pasarse la vida haciendo el sueño de los demás?”. Ed. ha encontrado lo que le hacía falta. Y allí finaliza la escena, cuando Ed. lo mira emocionado y, con respeto y admiración, pero sintiéndose un par del enorme Welles, le dice: “Gracias... Orson” *. Ya no es Mr. Welles como cuando lo saludó al principio, ahora es Orson. Ed. sale del bar, vuelve al set y continua filmando, inspirado por las palabras de su maestro, su “obra maestra”.
El sentido de la escena es claro. Burton, con su infinita ternura y piedad, jugando a ser un dios menor y benévolo, le regala a Ed. un momento sagrado, de felicidad. Poner al “peor” director de la historia a la par del “máximo genio” es un acto de piedad absoluta (las comillas corresponden a marcar que esos adjetivos son los que se usan comúnmente, en esas vulgatas que suelen ser la mayoría de las historias del cine). Pero hay más que eso, no se trata sólo del conocido amor de Burton hacia los freaks. Lo más importante es aquello que se desprende del diálogo que mantienen sobre los problemas para llevar adelante sus películas. Eso es lo que los une: el hecho de ser dos directores que nunca fueron asimilados por el sistema de Hollywood. Tanto el extremadamente talentoso como el carente de toda virtud no pudieron formar parte nunca de ese Poder diferencial que fue el Hollywood de la era clásica.
Si bien abundan las leyendas sobre lo oscuro que eran los estudios, los dueños de los estudios, los productores, etc., lo cierto es que sin ellos jamás se hubiera dado el marco necesario para que se desarrollara el arte más importante del siglo XX. El cine clásico, además de sus autores y artesanos, es también obra de los estudios. Decir esto no es ninguna novedad, es algo que se sabe y que se ha dicho. Sin embargo, generalmente se suele caer en un error que además es un lugar común: decir que los grandes directores pudieron expresar su visión del mundo como contrabandistas, pese a los estudios. Afirmar esto sería lo mismo que decir que ideológica, política y culturalmente los hacedores de las películas (Ford, Hitchcock, Hawks, etc) estaban opuestos a los dueños de los estudios y los productores. Y esto no fue así. El sistema de estudio fue una alianza con el fin de crear un Poder determinado opuesto a la cultura WASP y al american way of life. Y en ese sistema tanto directores como productores compartían una misma visión del mundo. Claro que eso no significa que no hubiera enfrentamientos o disputas. Pero no hay que confundir luchas personales con ambiciones políticas y estéticas, que como ya se dijo, eran compartidas por todos los implicados en el sistema de estudios (quién quiera ahondar más en esto debería remitirse a la obra de Ángel Faretta, a quien le pertenecen estas ideas). Entonces, en esa clara voluntad de Poder, es difícil aceptar anomalías. Y tanto Orson Welles como Ed. Wood lo eran para ese sistema con fines determinados. Por su parte, Welles era demasiado genial, pero sobre todo, demasiado consciente de su genialidad y ese fue el problema: la exagerada autoconciencia que lo llevó a poner de manifiesto toda la historia y la intención estética e ideológica del cine en una sola película (ópera prima para colmo): El ciudadano. Esa soberbia, esas ansias de poder personal, puesta de manifiesto en una sola película, chocó, inevitablemente, con las intenciones de Hollywood, que había desarrollado todo un conjunto de reglas más o menos estables que servían de vehículo y también de pacto con los espectadores: star system, géneros, “transparencia”, espectáculo. Hollywood se vendió a sí mismo como entretenimiento, escondiendo a simple vista sus verdaderas ambiciones. Welles llegó para delatar, para poner demasiado a la vista las intenciones del cine. Y además, llegó para poner un nombre (el suyo) por sobre el resto. Y todo eso era imposible de asimilar para un sistema ya establecido y con metas claras (recordemos que nombres como Hitchcock, o Hawks, y ni hablar de autores clase b como Edgar G. Ulmer o Joseph H. Lewis, siempre la jugaron de artesanos, de simples trabajadores, colaborando así con la estrategia de los estudios pese a ser también geniales). Así fue como Welles quedó afuera para siempre. Por elección propia, además. Él eligió el caminar por fuera, él optó enfrentarse al sistema. Welles fue el primer maldito (tal vez un antecedente sea Erich Von Stroheim). Y lo fue por propia decisión. Hollywood fue un Poder con metas claras, al que se lo podía aceptar o no. Y Welles no aceptó formar parte, pese a compartir muchos de sus postulados. Y allí quedó, en un bar periférico sentado junto a la otra anomalía, a la otra cara de la moneda, al nada genial Edward D. Wood Jr. Esa mesa que Burton les hace compartir, es la mesa de los marginados, de los que -suena cruel, pero...- no eran útiles. Hollywood (hablamos de aquel Hollywood, claro está) fue un mundo de maravillosas fantasías pero sobre todas las cosas fue un reino poderoso que marcó una clara diferencia cultural y política con todo lo que pasaba a su alrededor. Fue Poder y como tal dejó en el camino varios nombres. Y está bien que alguien nos muestre esos nombres caídos, esas pequeñas derrotas que quedaron a la sombra del gran triunfo que fue el cine clásico. Y Burton, quién otro sino, lo hace en una hermosa película blanco y negro, en la que por unos minutos nos muestra a dos personas naturalmente opuestas (un genio y un soñador carente de todo talento) unidas en una misma derrota.
*Es posible que los diálogos no sean exactamente así; pero en este ejercicio era mejor recordar de memoria.
lunes, julio 23, 2007
La celebración idiota
Hace poco me puse a espiar algunas páginas de un libro de Zizek en las que describía a un espectador de Matrix que estaba sentado a su lado y que disfrutaba la película. Una vez terminada la descripción, remataba el párrafo así (cito de memoria): “Era el perfecto espectador de Matrix: un perfecto idiota”. Más allá de que me haya causado gracia, la afirmación me pareció bastante exagerada, porque sin ser un fanático de la saga de los Wachowski, ni mucho menos, no creo que se trate de lo peor que uno pueda encontrar en el Hollywood actual, ni que quien gusta de ella sea un “perfecto idiota”.
El sábado, luego de ver Transformers, recordé las palabras del esloveno y terminé afirmando lo siguiente: “quien disfrute de una película de Michael Bay es un perfecto idiota”. Y afirmar esto no es ubicarse en un lugar distinguido, ni elevado, etc. Simplemente es una aseveración que se desprende al ver cualquiera de las películas de Bay, y sobre todo, Transformers, que viene a ser algo así como La Gran Celebración de la estupidez yanqui.
Durante los interminables 142 minutos que dura el pseudofilm, somos testigos de un festejo ajeno al cual se nos obliga a participar (para dejarse llevar hay que ser, claro, un perfecto idiota). Bay apunta al idiota americano medio, y bueno... al idiota medio de cualquier nacionalidad infectado por la idiotez globalizada. Esta es su fiesta. Cada diez minutos hay un chiste, una situación estereotipada, una publicidad, una referencia cultural que remite y pone en primer plano lo estúpido que pueden ser los estadounidenses. Pero en este procedimiento no hay una mirada distante, o irónica, ni mucho menos crítica, sino que lo que reina es una actitud festiva. Bay (quien en la distopía planteada en esa joya que es La Idiocracia podría ser tranquilamente el presidente) está orgulloso de su país: el país de los Idiotas. Y sus tan conocidos procedimientos formales, esto es: las secuencias de acción desmedidas, torpes e inentendibles; la musicalizaación arbitraria y “vendediscos”; la cursilería de los momentos emotivos, los mensajes banales con infulas de profundidad; no son más que la consecuencia natural de lo dicho anteriormete. Porque en el país de los Idiotas, la única forma de representación estética posible es esta vulgaridad no cinematográfica pergeñada por Michael Bay.
Bien se sabe que cuando Griffith creó el cine, sobre todo creo al espectador de cine. Bay, con sus productos crea los espectadores del no-cine contemporáneo, que inevitablemente están destinados a pedir más y más saturación de sentidos en pos de vaya uno a saber qué tipo de entretenimiento.
Los Transformers (me refiero a las diferentes sagas de dibujos animados que comenzaron con la recordada Generación 1, aquella que fue más famosa en nuestro país) eran un material ideal para hace una película clásica (entendiendo este término de manera estrictamente cinematográfica, y esto último no se refiere sólo a lo técnico-formal): la eterna lucha entre el Bien y el Mal representada en el enfrentamiento de dos razas de robots alienígenas de connotaciones míticas; un villano imponente (Megatrón); un Heroe de dimensiones también míticas, altruista, justo: el inigualable Optimus Prime. En fin, había -y hay- mucho potencial en la(s) historia(s) de estos seres. No es difícil imaginar, cuanto menos, una buena película. Pero claro, para ello haría falta un autor capaz de dirigir su mirada un poco (bastante, mucho) más allá de la idiotez reinante.
Una cosa más. Una característica importante de Optimus era su extrema generosidad, algo que lo llevó a sacrificar su vida. En la versión idiota de Bay, el sacrificio de Optimus es reemplazado por un final-castigo hacia el villano. Si algo caracteriza a la idiotez es su falta de ética.
El sábado, luego de ver Transformers, recordé las palabras del esloveno y terminé afirmando lo siguiente: “quien disfrute de una película de Michael Bay es un perfecto idiota”. Y afirmar esto no es ubicarse en un lugar distinguido, ni elevado, etc. Simplemente es una aseveración que se desprende al ver cualquiera de las películas de Bay, y sobre todo, Transformers, que viene a ser algo así como La Gran Celebración de la estupidez yanqui.
Durante los interminables 142 minutos que dura el pseudofilm, somos testigos de un festejo ajeno al cual se nos obliga a participar (para dejarse llevar hay que ser, claro, un perfecto idiota). Bay apunta al idiota americano medio, y bueno... al idiota medio de cualquier nacionalidad infectado por la idiotez globalizada. Esta es su fiesta. Cada diez minutos hay un chiste, una situación estereotipada, una publicidad, una referencia cultural que remite y pone en primer plano lo estúpido que pueden ser los estadounidenses. Pero en este procedimiento no hay una mirada distante, o irónica, ni mucho menos crítica, sino que lo que reina es una actitud festiva. Bay (quien en la distopía planteada en esa joya que es La Idiocracia podría ser tranquilamente el presidente) está orgulloso de su país: el país de los Idiotas. Y sus tan conocidos procedimientos formales, esto es: las secuencias de acción desmedidas, torpes e inentendibles; la musicalizaación arbitraria y “vendediscos”; la cursilería de los momentos emotivos, los mensajes banales con infulas de profundidad; no son más que la consecuencia natural de lo dicho anteriormete. Porque en el país de los Idiotas, la única forma de representación estética posible es esta vulgaridad no cinematográfica pergeñada por Michael Bay.
Bien se sabe que cuando Griffith creó el cine, sobre todo creo al espectador de cine. Bay, con sus productos crea los espectadores del no-cine contemporáneo, que inevitablemente están destinados a pedir más y más saturación de sentidos en pos de vaya uno a saber qué tipo de entretenimiento.
Los Transformers (me refiero a las diferentes sagas de dibujos animados que comenzaron con la recordada Generación 1, aquella que fue más famosa en nuestro país) eran un material ideal para hace una película clásica (entendiendo este término de manera estrictamente cinematográfica, y esto último no se refiere sólo a lo técnico-formal): la eterna lucha entre el Bien y el Mal representada en el enfrentamiento de dos razas de robots alienígenas de connotaciones míticas; un villano imponente (Megatrón); un Heroe de dimensiones también míticas, altruista, justo: el inigualable Optimus Prime. En fin, había -y hay- mucho potencial en la(s) historia(s) de estos seres. No es difícil imaginar, cuanto menos, una buena película. Pero claro, para ello haría falta un autor capaz de dirigir su mirada un poco (bastante, mucho) más allá de la idiotez reinante.
Una cosa más. Una característica importante de Optimus era su extrema generosidad, algo que lo llevó a sacrificar su vida. En la versión idiota de Bay, el sacrificio de Optimus es reemplazado por un final-castigo hacia el villano. Si algo caracteriza a la idiotez es su falta de ética.
miércoles, junio 13, 2007
¿Qué está pasando?
Escrito en el viento está pasando por una crisis interna. Por eso no se actualiza. Por eso no sube textos nuevos. Por eso quedó estancado (¿así en masculino está bien, no? porque es un blog, y los blogs son masculinos, creo). Por eso parece muerto. La crisis es total: la única persona (por llamar de alguna a manera al sujeto u objeto responsable) que debe escribir –yo- se niega a hacerlo. No se sabe bien por qué. No es que falte materia prima para hacerlo: hubo varias películas que le interesaron (para bien y para mal), como Zodíaco -de la que tiene algo muy largo escrito por la mitad-, El hombre araña 3, Exterminio 2, Soñando despierto, Sunshine, El tiempo. También tiene algunas otras cosas en mente, como por ejemplo una teoría sobre por qué el cine argentino carece casi completamente de héroes y está destinado a girar en torno a personajes como el de El otro (película que no le gustó). En fin, para ser concretos: no hay nada. Así que no queda más que postear estas líneas. Como ya se dijo, los motivos de este paro se desconocen. O al menos no quieren ser dados a conocer por el responsable.
Los 4 o 5 lectores de Escrito en el viento –uno de ellos soy yo- sabrán esperar.
Los 4 o 5 lectores de Escrito en el viento –uno de ellos soy yo- sabrán esperar.
martes, abril 24, 2007
La literaria liviandad de Lanata
Desde hace unos días está disponible la nueva novela de Jorge Lanata, Muertos de amor. Sin motivo alguno (bueno, digo esto como si hiciera falta tener uno para comprar un libro) adquirí un ejemplar de forma inmediata y me puse a leerlo. Así volví a suspender la lectura que me tenía ocupado (Maldición eterna a quien lea estas páginas, de Puig, libro condenado a mi eterno abandono). No había leído nada sobre el nuevo libro de Lanata, ni siquiera sabía de qué trataba. Recuerdo haber visto al autor en la tapa de alguno de los suplementos de Perfil pero no había leído la nota. Recién me enteré del tema del libro al mirar la contratapa: un acercamiento a la violencia revolucionaria argentina de la década del 60 centrada en la figura del periodista Jorge Ricardo Masetti y el Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), guerrilla guevarista que comandó en su intento de instalarse en la selva de Orán, provincia de Salta.
La novela tiene una estructura fragmentada y está poblada de varias voces y tonos. Incluye cartas y documentos reales y los mezcla con la propia prosa del autor, que vendría a ser su aporte al tema: sería ese plus que debería convertir el simple trabajo de buscar y editar información en una empresa literaria, por llamarlo de alguna forma. O sea: el paso del periodismo a la literatura. Pero tal empresa fracasa al hundirse rápidamente en su intrascendencia, en su liviandad, en su afán decorativo. En definitiva lo que busca Lanata es un tono literario, y esa impostura no hace más que alejarlo de la literatura.
Nadie puede negar lo necesario que es instalar una discusión responsable sobre la violencia política argentina, alejada tanto de la demonización como del romanticismo. Algo de eso puede rastrearse en Muertos de amor. Tal vez la intención de Lanata era dirigir la atención hacia lo que puede tomarse como la semilla de los movimientos revolucionarios del país y tratar de encontrar ahí mismo el germen de muchos de los peores aspectos de la militancia armada (el autoritarismo, el mesianismo trasnochado, la adhesión a la Revolución más por motivos estéticos que por compromiso, el desprecio por la vida, el culto a la muerte, la incapacidad para comunicarse y comprender ciertos estratos sociales a los cuales querían llegar). Si esto es efectivamente así, si la idea era ayudar a instalar esa discusión, habrá que reconocer que en parte está lograda. Al poner en relieve unos acontecimientos y protagonistas que si bien son conocidos no lo son de manera tan masiva, el autor estaría instalando (o intentando instalar) un punto de partida o, por qué no, una nueva óptica para iniciar un debate pendiente. Y claro que en este sentido no hay nada reprochable, más bien lo contrario. Lo que es reprochable es el camino que eligió. Mejor dicho: no el camino, sino los resultados que obtuvo al tomar ese camino, que es el de la literatura (el intento de, para ser precisos, porque, como ya se dijo, más que a la literatura, a lo que se acerca Lanata es a un tono literario). Tan inconsistente es la novela, tan superficial son los pasajes en los que el autor intenta evocar los pensamientos y sensaciones de los protagonistas y tan atada está su prosa al lenguaje ilustrado/poético/progresista, que el olor a lugar común se respira en cada oración. Por otro lado, la estructura fragmentada y la variedad de estilos discursivos se siente como demasiado arbitraria y transmite la sensación de que no hubo ninguna elaboración. Queda la idea de que la novela fue armada un poco a los ponchazos, intercalando los distintos fragmentos sin una mirada más abarcativa que intente aportar un orden o un punto de vista sobre el cual girar (que tranquilamente puede incluir el “desorden” narrativo, un ejemplo logrado y más o menos cercano en tema y estilo sería No velas a tus muertos, de Martín Caparrós).
Así, al fracasar en su aspecto literario (único aspecto en el que debería ser juzgada una novela), Muertos de amor pierde toda posibilidad de aportar algo a esa discusión que sigue en suspenso.
Más allá de todo esto, hay que decir que se trata de un libro corto, livianito, que se lee de un tirón y que seguramente será un éxito de ventas: un libro ideal para los tiempos que corren.
*Consejo: no leer antes, ni siquiera relojear la nota final del libro. Allí, en una carilla y media, se cuenta de manera más clara, concisa y sin tanta parafernalia inútil las, no sé, 150 páginas de la novela. Nada más. Ahora sí, me dispongo, una vez más, a retomar el libro de Puig.
La novela tiene una estructura fragmentada y está poblada de varias voces y tonos. Incluye cartas y documentos reales y los mezcla con la propia prosa del autor, que vendría a ser su aporte al tema: sería ese plus que debería convertir el simple trabajo de buscar y editar información en una empresa literaria, por llamarlo de alguna forma. O sea: el paso del periodismo a la literatura. Pero tal empresa fracasa al hundirse rápidamente en su intrascendencia, en su liviandad, en su afán decorativo. En definitiva lo que busca Lanata es un tono literario, y esa impostura no hace más que alejarlo de la literatura.
Nadie puede negar lo necesario que es instalar una discusión responsable sobre la violencia política argentina, alejada tanto de la demonización como del romanticismo. Algo de eso puede rastrearse en Muertos de amor. Tal vez la intención de Lanata era dirigir la atención hacia lo que puede tomarse como la semilla de los movimientos revolucionarios del país y tratar de encontrar ahí mismo el germen de muchos de los peores aspectos de la militancia armada (el autoritarismo, el mesianismo trasnochado, la adhesión a la Revolución más por motivos estéticos que por compromiso, el desprecio por la vida, el culto a la muerte, la incapacidad para comunicarse y comprender ciertos estratos sociales a los cuales querían llegar). Si esto es efectivamente así, si la idea era ayudar a instalar esa discusión, habrá que reconocer que en parte está lograda. Al poner en relieve unos acontecimientos y protagonistas que si bien son conocidos no lo son de manera tan masiva, el autor estaría instalando (o intentando instalar) un punto de partida o, por qué no, una nueva óptica para iniciar un debate pendiente. Y claro que en este sentido no hay nada reprochable, más bien lo contrario. Lo que es reprochable es el camino que eligió. Mejor dicho: no el camino, sino los resultados que obtuvo al tomar ese camino, que es el de la literatura (el intento de, para ser precisos, porque, como ya se dijo, más que a la literatura, a lo que se acerca Lanata es a un tono literario). Tan inconsistente es la novela, tan superficial son los pasajes en los que el autor intenta evocar los pensamientos y sensaciones de los protagonistas y tan atada está su prosa al lenguaje ilustrado/poético/progresista, que el olor a lugar común se respira en cada oración. Por otro lado, la estructura fragmentada y la variedad de estilos discursivos se siente como demasiado arbitraria y transmite la sensación de que no hubo ninguna elaboración. Queda la idea de que la novela fue armada un poco a los ponchazos, intercalando los distintos fragmentos sin una mirada más abarcativa que intente aportar un orden o un punto de vista sobre el cual girar (que tranquilamente puede incluir el “desorden” narrativo, un ejemplo logrado y más o menos cercano en tema y estilo sería No velas a tus muertos, de Martín Caparrós).
Así, al fracasar en su aspecto literario (único aspecto en el que debería ser juzgada una novela), Muertos de amor pierde toda posibilidad de aportar algo a esa discusión que sigue en suspenso.
Más allá de todo esto, hay que decir que se trata de un libro corto, livianito, que se lee de un tirón y que seguramente será un éxito de ventas: un libro ideal para los tiempos que corren.
*Consejo: no leer antes, ni siquiera relojear la nota final del libro. Allí, en una carilla y media, se cuenta de manera más clara, concisa y sin tanta parafernalia inútil las, no sé, 150 páginas de la novela. Nada más. Ahora sí, me dispongo, una vez más, a retomar el libro de Puig.
lunes, abril 23, 2007
BAFICI (6)
Algunas que me perdí:
Woman on the beach (Hong Sang-soo): la gripe hizo que renunciara a lo que seguro iba a ser una de mis favoritas. Digo seguro porque soy un profundo admirador de este cineasta. La virgen desnudada por sus pretendientes, The day a pig fell into the well, The turning gate, A tale of cinema; todas películas que me parecen sencillamente geniales. Y bellísimas. Hong es uno de los grandes cineastas contemporáneos, y uno de los mejores descubrimientos que hay en el historial de BAFICI. Por suerte ya vi dónde se consigue.
I don´t want sleep alone (Tsai Ming-lian): bueno, éste no necesita presentación. Si hablamos de grandes cineastas contemporáneos y que vimos gracias a las distintas ediciones del BAFICI, no puede quedar afuera. Parece que la película es tan genial como el resto de su obra. Supongo que tampoco será muy difícil de conseguir. Esta me la perdí, creo, porque me quedé dormido y salí tarde de casa.
Hana (Hirokazu Kore-eda): otro viejo conocido del BAFICI, festival en el que ganó con After life en la primera edición. No sé bien el motivo de haberla dejado pasar, pero bueno, no todo se puede. Si estrenaron Nobody Knows, podrían estrenar esta también, ¿no?
Syndromes and a century (Apichtpong Weerasethakul): uno de los cineastas de moda. Blisfurry yours me parece una obra maestra, y Tropical Malady me gusta mucho. Sin embargo no lamento habermela perdido.
Instrument (Jem Cohen): esta me duele. Un documental sobre Fugazi. Y encima me han dicho que es muy bueno. Puta madre. ¿Alguien la tiene?
Woman on the beach (Hong Sang-soo): la gripe hizo que renunciara a lo que seguro iba a ser una de mis favoritas. Digo seguro porque soy un profundo admirador de este cineasta. La virgen desnudada por sus pretendientes, The day a pig fell into the well, The turning gate, A tale of cinema; todas películas que me parecen sencillamente geniales. Y bellísimas. Hong es uno de los grandes cineastas contemporáneos, y uno de los mejores descubrimientos que hay en el historial de BAFICI. Por suerte ya vi dónde se consigue.
I don´t want sleep alone (Tsai Ming-lian): bueno, éste no necesita presentación. Si hablamos de grandes cineastas contemporáneos y que vimos gracias a las distintas ediciones del BAFICI, no puede quedar afuera. Parece que la película es tan genial como el resto de su obra. Supongo que tampoco será muy difícil de conseguir. Esta me la perdí, creo, porque me quedé dormido y salí tarde de casa.
Hana (Hirokazu Kore-eda): otro viejo conocido del BAFICI, festival en el que ganó con After life en la primera edición. No sé bien el motivo de haberla dejado pasar, pero bueno, no todo se puede. Si estrenaron Nobody Knows, podrían estrenar esta también, ¿no?
Syndromes and a century (Apichtpong Weerasethakul): uno de los cineastas de moda. Blisfurry yours me parece una obra maestra, y Tropical Malady me gusta mucho. Sin embargo no lamento habermela perdido.
Instrument (Jem Cohen): esta me duele. Un documental sobre Fugazi. Y encima me han dicho que es muy bueno. Puta madre. ¿Alguien la tiene?
jueves, abril 19, 2007
BAFICI (5)
VHS Kahloucha (Nejib Belkadhi): Otra que vi gracias a Juan. Y la verdad que hice muy bien en seguirlo hasta la Alianza Francesa. Esta película es un documental sobre un tipo llamado Kahloucha, fanático de Eastwood y Bruce Lee y fanático del cine de género en general. Y ese fanatismo lo lleva a hacer sus propias películas con amigos del barrio en formato VHS, claro. El es guionista, director, actor, director de arte, productor... todo, menos cámara y editor, roles que cumplen otros amigos. VHS lo sigue durante el “rodaje” de Tarzán de Arabia. Y el título lo dice todo. A ver, para resumir la pasión y la locura de Kahloucha basta con describir un par de escenas. En un momento Kahloucha persigue a un gordo que corre a la velocidad de una tortuga. Al alcanzarlo, lo tira al piso y le dispara con un revólver que tiene sonido de chasquibum. Luego de esa acción vendrían unos planos del gordo sangrando. Bueno, en el documental vemos lo siguiente: luego de efectuar los disparos, Kahloucha agarra un vidrio y se hace un tremendo tajo en su brazo para ponerle su propia sangre al gordo. A ese nivel se maneja, con esa pasión siempre llevada al extremo. Otro ejemplo de esto es cuando incendia (y esto es literal) la casa de su hermana para rodar el final de su película.
Hay varios momentos más de antología y hay que aclarar que Kahloucha se toma muy en serio lo que hace, con un convencimiento que está a la par del Ed Wood burtoniano. Pero VHS, tiene algo más. Mientras seguimos a Kahloucha , también vemos la situación social de ciertos lugares de Túnez, las carencias de las personas y también las fuertes imposiciones sociales como la discriminación que sufren las mujeres, quienes, por ejemplo, no pueden asistir al estreno de Tarzán de Arabia, que se realiza en un bar del barrio y el cual es exclusivo para hombres.
Una película que desborda felicidad por el cine pero que no se olvida de poner la mirada en la realidad.
Honor de cavallería (Albert Serra): Película que vi y no vi. A ver: como todas sus proyecciones se me pasaron de largo (incluso una que se agruegó), tuve que verla en la videoteca. Por eso digo que la vi y que no la vi. Honor de cavalleria es un film que pide pantalla de cine, grande, para poder transmitir todo lo que tiene. Una película onírica, en la que Quijote y Sancho son lo que todos sabemos que son pero metidos en una atmósfera extraña, mezcla de Gerry y Bresson. Caminan, nadan. No hay acción, hay contemplación. Una película que nos pide todo y nos da poco en primera instancia para finalmente transformarse en una experiencia única, trascendente.
Nunca jamás se va a estrenar aquí... pero soñemos con milagros: ojalá la podamos ver en pantalla grande.
How is your fish today (Guo Xiaolu): Ficción/realidad. Peces. Hielo, frío. Un escritor sueña con trabajar para el cine. Escribe una historia que vamos viendo en forma paralela a la suya. Supongo que era una idea interesante. Pero me aburrí tanto que vi más de la mitad de la película con la cabeza en otro lado. Por eso no puedo decir mucho más. Y ya estaba con gripe para colmo.
Hay varios momentos más de antología y hay que aclarar que Kahloucha se toma muy en serio lo que hace, con un convencimiento que está a la par del Ed Wood burtoniano. Pero VHS, tiene algo más. Mientras seguimos a Kahloucha , también vemos la situación social de ciertos lugares de Túnez, las carencias de las personas y también las fuertes imposiciones sociales como la discriminación que sufren las mujeres, quienes, por ejemplo, no pueden asistir al estreno de Tarzán de Arabia, que se realiza en un bar del barrio y el cual es exclusivo para hombres.
Una película que desborda felicidad por el cine pero que no se olvida de poner la mirada en la realidad.
Honor de cavallería (Albert Serra): Película que vi y no vi. A ver: como todas sus proyecciones se me pasaron de largo (incluso una que se agruegó), tuve que verla en la videoteca. Por eso digo que la vi y que no la vi. Honor de cavalleria es un film que pide pantalla de cine, grande, para poder transmitir todo lo que tiene. Una película onírica, en la que Quijote y Sancho son lo que todos sabemos que son pero metidos en una atmósfera extraña, mezcla de Gerry y Bresson. Caminan, nadan. No hay acción, hay contemplación. Una película que nos pide todo y nos da poco en primera instancia para finalmente transformarse en una experiencia única, trascendente.
Nunca jamás se va a estrenar aquí... pero soñemos con milagros: ojalá la podamos ver en pantalla grande.
How is your fish today (Guo Xiaolu): Ficción/realidad. Peces. Hielo, frío. Un escritor sueña con trabajar para el cine. Escribe una historia que vamos viendo en forma paralela a la suya. Supongo que era una idea interesante. Pero me aburrí tanto que vi más de la mitad de la película con la cabeza en otro lado. Por eso no puedo decir mucho más. Y ya estaba con gripe para colmo.
lunes, abril 16, 2007
BAFICI (4)
Las mantenidas sin sueños (Vera Fogwill): Miseria, drogas, personajes patéticos y un guión demasiado presente que, justamente, resalta ese patetismo en cada línea de diálogo. Todos y cada uno de los personajes es orgullosamente idiota (salvo la niña, pero no cuenta ya que no se trata de un personaje cinematográfico sino de una construcción literaria y forzada por parte de los guionistas que nunca se vuelve verosímil). Ese regodeo en la falta de inteligencia sumados al desprecio por la belleza y la demagogia (los chistes de “humor negro” son ideales para ganarse al público cómplice) hacen de Las mantenidas sin sueños una experiencia tortuosa.
Canadá (Raúl Perrone): Perrone hiperminimalista. Muchos han dicho que se trata de un Perrone asiático, cercano a Apichatpong. Y algo de eso hay. Los primeros minutos me parecieron muy disfrutables. Las caminatas por el bosque, el paseo en bicicleta, pero poco a poco me fue ganando la incomodidad y finalmente no supe bien qué pensar. Creo que lo que más me gustó fue la presencia del actor oriental, que denotaba su carácter amateur en cada gesto, en cada acción, en cada palabra. Extrañamente se volvió lo más fascinante de la película. Un personaje único, imposible de describir, un gran acierto de Perrone haberlo elegido.
La línea recta (José María de Orbe): Más minimalismo, esta vez español pero con claros aires de Nuevo Cine Argentino. Para ser facilista voy a decir que es una especie de Rapado pero con un personaje femenino y casi sin humor. La película sigue a una joven en su trabajo, en las cosas que hace (o no hace) en su casa, en sus salidas, en sus charlas con el jefe o con un compañero de trabajo fanatizado con la tecnología. Nunca podremos adivinar qué le pasa, qué siente o qué piensa. La chica es la indolencia pura. Y es impenetrable. Ni siquiera podemos decir que se la ve amargada o disconforme. Nada de eso. Y entonces sin poder identificarnos con la protagonista vemos todo con cierta distancia y contemplamos lo absurdo de la vida cotidiana, lo feo que es vivir la mecánica moderna, lo angustiante que es levantarse todos los días en un mundo gris, lo triste que es conformarse con bajar música gratis o tener un celular última generación. Y lo bueno es que la película transcurre sin cansar y sin agotarse. Más que interesante.
Grande para la ciudad (Andrés Estrada/Juan Schnitman): De las más placenteras, tanto como esas bonitas canciones del grupo uruguayo Astroboy, protagonista de este documental. Los directores siguen a los integrantes del grupo en la grabación de su último disco (Big for the city) y descubren muchas lindas cosas: canciones hechas y canciones que se van haciendo, el tiempo compartido con amigos, la felicidad de estar dedicado exclusivamente a eso que nos apasiona, charlas sin importancia, un poco de metegol (fulbito, como dicen los uruguayos). Uno de los momentos más divertidos del festival es aquel en el que el guitarrista discute con el cantante sobre cómo suena la batería en un tema y de golpe, de la nada, en off, otro de los integrantes (creo que el bajista) dice algo así como que de ser Superman, en lugar de periodista hubiera elegido ser jugador de fútbol. Eso desencadena en una charla que hace olvidar la discusión y que termina en cualquier lado. El punto más alto llega cuando el guitarrista (que era el que más “enojado” parecía estar en la discusión) replica: “pero mirá si te descubren en el medio del partido y el técnico ya hizo los tres cambios”. No sé qué habrá querido decir, pero me causó muchísima gracia.
Canadá (Raúl Perrone): Perrone hiperminimalista. Muchos han dicho que se trata de un Perrone asiático, cercano a Apichatpong. Y algo de eso hay. Los primeros minutos me parecieron muy disfrutables. Las caminatas por el bosque, el paseo en bicicleta, pero poco a poco me fue ganando la incomodidad y finalmente no supe bien qué pensar. Creo que lo que más me gustó fue la presencia del actor oriental, que denotaba su carácter amateur en cada gesto, en cada acción, en cada palabra. Extrañamente se volvió lo más fascinante de la película. Un personaje único, imposible de describir, un gran acierto de Perrone haberlo elegido.
La línea recta (José María de Orbe): Más minimalismo, esta vez español pero con claros aires de Nuevo Cine Argentino. Para ser facilista voy a decir que es una especie de Rapado pero con un personaje femenino y casi sin humor. La película sigue a una joven en su trabajo, en las cosas que hace (o no hace) en su casa, en sus salidas, en sus charlas con el jefe o con un compañero de trabajo fanatizado con la tecnología. Nunca podremos adivinar qué le pasa, qué siente o qué piensa. La chica es la indolencia pura. Y es impenetrable. Ni siquiera podemos decir que se la ve amargada o disconforme. Nada de eso. Y entonces sin poder identificarnos con la protagonista vemos todo con cierta distancia y contemplamos lo absurdo de la vida cotidiana, lo feo que es vivir la mecánica moderna, lo angustiante que es levantarse todos los días en un mundo gris, lo triste que es conformarse con bajar música gratis o tener un celular última generación. Y lo bueno es que la película transcurre sin cansar y sin agotarse. Más que interesante.
Grande para la ciudad (Andrés Estrada/Juan Schnitman): De las más placenteras, tanto como esas bonitas canciones del grupo uruguayo Astroboy, protagonista de este documental. Los directores siguen a los integrantes del grupo en la grabación de su último disco (Big for the city) y descubren muchas lindas cosas: canciones hechas y canciones que se van haciendo, el tiempo compartido con amigos, la felicidad de estar dedicado exclusivamente a eso que nos apasiona, charlas sin importancia, un poco de metegol (fulbito, como dicen los uruguayos). Uno de los momentos más divertidos del festival es aquel en el que el guitarrista discute con el cantante sobre cómo suena la batería en un tema y de golpe, de la nada, en off, otro de los integrantes (creo que el bajista) dice algo así como que de ser Superman, en lugar de periodista hubiera elegido ser jugador de fútbol. Eso desencadena en una charla que hace olvidar la discusión y que termina en cualquier lado. El punto más alto llega cuando el guitarrista (que era el que más “enojado” parecía estar en la discusión) replica: “pero mirá si te descubren en el medio del partido y el técnico ya hizo los tres cambios”. No sé qué habrá querido decir, pero me causó muchísima gracia.
BAFICI (3) -Primeras Impresiones sobre Still Life-
Muy afectado físicamente por el cansancio y sobre todo por una gripe que estaba en pleno apogeo, el sábado me levanté temprano para asistir a la función de prensa de la que a priori sería una de las películas más interesantes del festival: Still Life, de Jia Zangh-Ke, sin duda uno de los directores más importantes de los últimos años. Y la verdad que no defraudó para nada. Still Life es, por un lado, áspera, difícil (es de esos films que nos piden mucho), opaca; y por otro lado es sensible, bella y fugazmente luminosa. El cine de Jia suele ser así porque sus historias sobre los cambios sociales, económico y culturales en China (para ser más preciso sobre los golpes que esos cambios implican para sus habitantes) son de una tristeza infinita pero también de un placer estético por momentos deslumbrante. Claro ejemplo es el comienzo de la película, una combinación de sutiles paneos y travellings que descubren rostros, cuerpos y objetos para poco a poco develar que se trata de un barco cargado de gente que parece escapar de la miseria en dirección a otra aun mayor. Finalmente la cámara se detiene en quien será uno de los protagonistas, Sanming que mira en sentido contrario al resto (también en sentido contrario al movimiento del barco). Todo se condensa en una sola imagen: un rostro y un cuerpo cansados, el mismo paisaje de fondo que luego será tan importante en el relato, y ese único gesto, esa única acción que tiene el protagonista como fuente de placer: la de encenderse un cigarrillo. Pocas veces algo tan pequeño como el acto de fumar se ha cargado de tanto peso dramático como en Still Life. Por eso cerca del final cuando Sanming se despida de sus compañeros y les ofrezca a cada uno de ellos un cigarrillo la emoción se volverá incontenible: Sanming ofrece lo único que tiene, el único bien consumible que el sistema parece dejarle (en realidad hay uno más: un celular con sus ringtones, pero ese se verá manchado por una desgracia) mientras su vida, sus lazos familiares, su pasado y su “lugar” son derrumbados.
Sin duda un film como este último de Jia merecen otro tipo de abordaje; estamos hablando de un cineasta de excepción cuyo trabajo formal amerita un estudio profundo y metódico. Material sobra: el trabajo que hace sobre el espacio (tal vez EL rasgo fundamental de su cine), la manipulación del tiempo (sus historias se oponen a los tiempos cotidianos del mundo), la fragmentación en el relato (en Still Life hay dos historias superpuestas y no paralelas), el uso del fuera de campo y del sonido... y mucho más. Los académicos pueden estar felices con la aparición de un cineasta como Jia, aunque su obra excede cualquier tipo de atadura intelectual.
Empecinado en retratar el devenir de China, Jia se convirtió en el gran cronista universal del devenir del mundo. Ningún cineasta es en ese sentido más contemporáneo que Jia. Sin embargo, no hay dudas de que sus películas (todas ellas vistas en diferentes ediciones de este festival) están destinadas a perdurar ya que apuntan al tiempo y no simplemente a nuestra época.
La obra de Jia según mis preferencias:
1) Unknown Pleasures.
2) Wiao-Wu.
3) Still Life.
4) The World.
5) Platform.
6) Dong (*).
* Este film es de alguna manera complementario de Still Life y también fue proyectado en el BAFICI 2007. Como no podía ser de otra manera es tan sofisticado y complejo como el resto de la obra de su director. Otro de los puntos altos de este año. ¿Alguien se animará a estrenar estas películas en condiciones adecuadas?
Sin duda un film como este último de Jia merecen otro tipo de abordaje; estamos hablando de un cineasta de excepción cuyo trabajo formal amerita un estudio profundo y metódico. Material sobra: el trabajo que hace sobre el espacio (tal vez EL rasgo fundamental de su cine), la manipulación del tiempo (sus historias se oponen a los tiempos cotidianos del mundo), la fragmentación en el relato (en Still Life hay dos historias superpuestas y no paralelas), el uso del fuera de campo y del sonido... y mucho más. Los académicos pueden estar felices con la aparición de un cineasta como Jia, aunque su obra excede cualquier tipo de atadura intelectual.
Empecinado en retratar el devenir de China, Jia se convirtió en el gran cronista universal del devenir del mundo. Ningún cineasta es en ese sentido más contemporáneo que Jia. Sin embargo, no hay dudas de que sus películas (todas ellas vistas en diferentes ediciones de este festival) están destinadas a perdurar ya que apuntan al tiempo y no simplemente a nuestra época.
La obra de Jia según mis preferencias:
1) Unknown Pleasures.
2) Wiao-Wu.
3) Still Life.
4) The World.
5) Platform.
6) Dong (*).
* Este film es de alguna manera complementario de Still Life y también fue proyectado en el BAFICI 2007. Como no podía ser de otra manera es tan sofisticado y complejo como el resto de la obra de su director. Otro de los puntos altos de este año. ¿Alguien se animará a estrenar estas películas en condiciones adecuadas?
miércoles, abril 11, 2007
BAFICI (2)
Brand Upon the Brain! (Guy Maddin): Película hermosa, delirante, onírica, divertida, fascinante. Maddin es el cineasta de nuestros sueños y pesadillas. En él conviven Keaton, Burton, Dreyer, Whale y tantos más. Toda nuestra experiencia de espectadores se proyecta en sus películas en un viaje de ida y vuelta. Una catarata de sensaciones. Un historia que suma un delirio tras otro, aterradores y tiernos a la vez. En esta oportunidad protagonizados por un chico que está igualito al Antoine Doinel de Los 400 golpes. Amor y dolor. Comedia, experimentación, melodrama. Guy Maddin desatado. La música y los efectos de sonido “tocados” en vivo agregan buenos condimentos a la experiencia. La narración a cargo de Geraldine Chaplin, no. Pero no afecta en nada. Las imágenes de Brand Upon the brain! son imposibles de arruinar.
Wild tigers I have know (Cam Archer): Otras de las bellas películas de este BAFICI. Su historia no es original: un adolescente marginado de un suburbio americano se enamora de un chico más grande que él. Y no mucho más. El valor agregado viene en la sensibilidad estética que Archer le imprime al film. Por momentos las imágenes son contemplativas a la manera de Van Sant, en otros más recargadas y experimentales, y siempre están acompañadas de lindas canciones. Todo en un clima de ensueño simétrico a la sensibilidad de su protagonista. Una película-canción, fantástica y adolescente en el mejor de los sentidos.
También la vi con proyección HD, hecho que sin duda enriqueció la experiencia.
My one and onlies (Gyula Nemes): Esta película húngara es una estupidez total. Cínica, machista y clipera, entendiendo esto último como algo negativo (aclaro que no siempre es así). Sobre el final hay un plano secuencia interesante, técnicamente hablando al menos, pero nada más. No sé cómo hice para aguantarla hasta el final.
Wild tigers I have know (Cam Archer): Otras de las bellas películas de este BAFICI. Su historia no es original: un adolescente marginado de un suburbio americano se enamora de un chico más grande que él. Y no mucho más. El valor agregado viene en la sensibilidad estética que Archer le imprime al film. Por momentos las imágenes son contemplativas a la manera de Van Sant, en otros más recargadas y experimentales, y siempre están acompañadas de lindas canciones. Todo en un clima de ensueño simétrico a la sensibilidad de su protagonista. Una película-canción, fantástica y adolescente en el mejor de los sentidos.
También la vi con proyección HD, hecho que sin duda enriqueció la experiencia.
My one and onlies (Gyula Nemes): Esta película húngara es una estupidez total. Cínica, machista y clipera, entendiendo esto último como algo negativo (aclaro que no siempre es así). Sobre el final hay un plano secuencia interesante, técnicamente hablando al menos, pero nada más. No sé cómo hice para aguantarla hasta el final.
martes, abril 10, 2007
BAFICI (1)
Entre tantas películas (y los shows de Nacho) uno va quedando perdido; y es una grata sensación. Sería bueno seguir así hasta desaparecer completamente.
Algunos films argentinos que estuve viendo y recuerdo ahora:
Sueños de Polvorón (Gabriel Alijo): la gran sorpresa hasta el momento. Le vi gracias a la insistencia del amigo Juan. Este documental nos acerca a Willy Polvorón, cantante de Los Polvorines, personaje único, eterno estudiante de derecho, vendedor de garrapiñadas y mucho más. Capaz de hacer la versión más absurda, desafinada e irresistible de Let it be así como componer tremendas canciones de amor como La bicicleta. Pero Sueños de polvorón es algo más. Y ese algo más es la historia de Mariano Echenique, manager de Willy, incansable buscador y soñador que no se resigna y que sigue creyendo que su artista será escuchado alguna vez. No hay dudas de que Willy vive un poco fuera del mundo; él hace sus canciones, las cantas y si bien también sueña (quiere traducir sus canciones al japonés porque dice que en Japón se admira mucho lo argentino) no parece del todo conciente de las reglas del mundo. En cambio Echenique sí las conoce y sabe cómo funcionan. Y pese a todo sigue. La decisión del director de pegarse a Echenique, de seguirlo, de escucharlo y de estructurar la película a partir de su incansable búsqueda fue la más acertada. Sin duda Echenique es uno de los héroes cinematográficos del BAFICI 2007.
Algo más: Sueños de Polvorón es además la película más divertida y graciosa del festival. Y como tal también guarda mucha melancolía.
UPA (Santiago Giralt, Camila Toker, Tamae Garateguy): Mmmm… qué decir. Todavía no termino de saber bien qué pienso. La película funciona, no hay duda. Es una película lograda. Es divertida (muy), está bien actuada… sin embargo, en un punto más que una crítica, una parodia o lo que sea hacia el Nuevo Cine Argentino es un gran chiste interno, de esos que se festejan en grupos cerrados y que pese a su cáscara “crítica” no es más que puro ombliguismo.
Amo a Camila Toker.
Copacabana (Martín Rejtman): de lo mejor hasta el momento. Rejtman mira la comunidad boliviana con la distancia justa, sin bajada de línea y sin condescendencia. Y consigue una película luminosa, bella, cuyas coreografías iniciales le dan una potencia asombrosa. Implícitamente política además, Copacabana es otra maravilla rejtmaniana. Martín Rejtman es a esta altura el gran director argentino después de Favio.
La León (Santiago Otheguy): Una película mínima desde lo argumental y empantanada en su interior. Igual que sus personajes. Ambientada en una isla del delta, La león es un mundo cerrado y extraño donde las pulsiones trágicas de sus habitantes se adaptan al medio sin modificarlo; muy cuidada de lo formal, con planos que deslumbran por su belleza en blanco y negro, La León sin embargo no se resgina al preciosismo vacío y apuesta a la potencia y la polisemia de las imágenes.
*Tanto La León como Copacaba se exibieron mediante el proyector HD, y si bien lo técnico suele importarme más bien poco hay que destacar lo increíble que se ve. No se parece en nada a lo que veniamos viendo en video. Y es diferente al fílmico, obvio; otra textura, otro contraste. Y es hermoso realmente.
Algunos films argentinos que estuve viendo y recuerdo ahora:
Sueños de Polvorón (Gabriel Alijo): la gran sorpresa hasta el momento. Le vi gracias a la insistencia del amigo Juan. Este documental nos acerca a Willy Polvorón, cantante de Los Polvorines, personaje único, eterno estudiante de derecho, vendedor de garrapiñadas y mucho más. Capaz de hacer la versión más absurda, desafinada e irresistible de Let it be así como componer tremendas canciones de amor como La bicicleta. Pero Sueños de polvorón es algo más. Y ese algo más es la historia de Mariano Echenique, manager de Willy, incansable buscador y soñador que no se resigna y que sigue creyendo que su artista será escuchado alguna vez. No hay dudas de que Willy vive un poco fuera del mundo; él hace sus canciones, las cantas y si bien también sueña (quiere traducir sus canciones al japonés porque dice que en Japón se admira mucho lo argentino) no parece del todo conciente de las reglas del mundo. En cambio Echenique sí las conoce y sabe cómo funcionan. Y pese a todo sigue. La decisión del director de pegarse a Echenique, de seguirlo, de escucharlo y de estructurar la película a partir de su incansable búsqueda fue la más acertada. Sin duda Echenique es uno de los héroes cinematográficos del BAFICI 2007.
Algo más: Sueños de Polvorón es además la película más divertida y graciosa del festival. Y como tal también guarda mucha melancolía.
UPA (Santiago Giralt, Camila Toker, Tamae Garateguy): Mmmm… qué decir. Todavía no termino de saber bien qué pienso. La película funciona, no hay duda. Es una película lograda. Es divertida (muy), está bien actuada… sin embargo, en un punto más que una crítica, una parodia o lo que sea hacia el Nuevo Cine Argentino es un gran chiste interno, de esos que se festejan en grupos cerrados y que pese a su cáscara “crítica” no es más que puro ombliguismo.
Amo a Camila Toker.
Copacabana (Martín Rejtman): de lo mejor hasta el momento. Rejtman mira la comunidad boliviana con la distancia justa, sin bajada de línea y sin condescendencia. Y consigue una película luminosa, bella, cuyas coreografías iniciales le dan una potencia asombrosa. Implícitamente política además, Copacabana es otra maravilla rejtmaniana. Martín Rejtman es a esta altura el gran director argentino después de Favio.
La León (Santiago Otheguy): Una película mínima desde lo argumental y empantanada en su interior. Igual que sus personajes. Ambientada en una isla del delta, La león es un mundo cerrado y extraño donde las pulsiones trágicas de sus habitantes se adaptan al medio sin modificarlo; muy cuidada de lo formal, con planos que deslumbran por su belleza en blanco y negro, La León sin embargo no se resgina al preciosismo vacío y apuesta a la potencia y la polisemia de las imágenes.
*Tanto La León como Copacaba se exibieron mediante el proyector HD, y si bien lo técnico suele importarme más bien poco hay que destacar lo increíble que se ve. No se parece en nada a lo que veniamos viendo en video. Y es diferente al fílmico, obvio; otra textura, otro contraste. Y es hermoso realmente.
martes, marzo 27, 2007
miércoles, marzo 21, 2007
Angustia de los fuertes
* Para este texto corre lo mismo que para el anterior. Además es parecido a uno que escribí antes para este blog, pero con ciertos cambios.
Inmune al mediocre devenir de la gran parte cine industrial estadounidense, la obra de Micheal Mann se fue constituyendo, película a película, como un universo particular y fácilmente reconocible, cada vez más completo y profundo, a la vez que más estilizado en su forma. En la constante marcha hacia delante que significa una filmografía como la suya, donde cada película es una afirmación de búsquedas anteriores al mismo tiempo que un punto de partida para sumar otras nuevas, Miami Vice vendría a hacer algo así como una culminación, una cima, un punto de llegada. Todos los temas que Mann ha retratado y todas sus huellas estilísticas alcanzan en su último film un acabado y equilibrio perfectos. Sabiendo que Mann es de esos realizadores que prefieren verse a sí mismos como artesanos antes que como artistas, es fácil imaginarlo orgulloso de los resultados obtenidos en Miami Vice, cuyos logros son el fruto de una convicción profesional que lo ha llevado a superarse de manera constante. Luego de Colateral, un film que de alguna manera puede tomarse como una reflexión sobre su propia obra, a Mann le quedaba dar un último paso: el de realizar un trabajo perfecto que vuelva a poner en funcionamiento todos los tópicos de su obra pero para ser extremados –en todos los sentidos posibles- y así darles fin. Y lo hizo.
Puede pensarse que en estas apreciaciones hay un alto grado de especulación, sin embargo el hecho de que el director haya decidido hacer una película titulada Miami Vice, retomando aquella serie de la que fue creador y productor pero cambiándole totalmente el sentido en función al desarrollo de su obra posterior, no hace más que confirmar las sospechas. Mann toma uno de los emblemas de su carrera y lo reformula a partir de todo lo que aprendió y consiguió con los años. Miami Vice -la película- es en definitiva el film con el que el director pone en relieve todo el camino que recorrió, el acontecer de su mirada y los alcances de su cine.
Uno de los primeros rasgos a destacar del cine Michael Mann, y que desde ya está presente en Miami Vice, es su pertenencia a lo que comúnmente se señala como cine de acción. Sin embargo, esta denominación, cuya vaguedad puede incluir desde westerns o policiales hasta filmes de aventuras, toma en su filmografía otra dimensión y un significado más interesante. El de Mann es un cine de acción no porque haya explosiones, disparos o violencia, sino porque sus personajes estás constantemente actuando y accionando. Fuertes, viriles, leales, decididos y profesionales, estos personajes entienden que la esencia del hombre es la de actuar, y quien no es capaz de hacerlo, quien está quieto o duda, es un “no-ser”. Así, ser o no ser una persona de acción se convierte en una cuestión existencial. En la filmografía previa se puede apreciar el paso de un “no-ser” a un “ser” de manera clara en los personajes de Russell Crowe en El informante y en el de Jamie Fox en la ya citada Colateral. En ambos casos, además, estaba la figura de un personaje que los iniciaba, aquellos interpretados respectivamente por Al Pacino y Tom Cruise, los dos hombres profesionales hechos y derechos. En Miami Vice no hace falta ninguna iniciación: todos son, de principio a fin, seres de acción ya constituidos. En un momento de la película uno de los oficiales le dice a otro algo así como: “este es el momento en que sacamos nuestras placas llevamos adelante nuestro trabajo”. Con esas palabras queda definida su esencia y su moral. Los seres de Miami Vice (en especial sus protagonistas, Rico y Sonny) son puro accionar, por eso lo que realmente importa en el desarrollo de la película son sus movimientos y no tanto la trama o el argumento, que de hecho están completamente diluidos en el constante vendaval de imágenes y sonidos con los que Mann representa la voluntad de los personajes. Y ahí radica uno de los grandes méritos del director: hacer que cada plano muestre con precisión y sin declamación alguna, la razón de ser de sus personajes, su moral y sus capacidades. Cada tiroteo que resplandece en la pantalla no es el festejo gratuito y superficial de efectos especiales, sino la consecuencia natural de la única forma que tienen los sujetos que la habitan de relacionarse con el medio. Es la manera de mantenerse vivos en un universo oscuro, hostil y carente de sentido. En definitiva, la ética de la acción que llevan adelante los personajes de Mann es lo que les permite mantener su dignidad en un mundo desordenado y amargo en el que la felicidad no es otra cosa que una imposibilidad.
Y si ese universo que se pone en juego en Miami Vice resulta desordenado es porque no hay forma de encontrarle una justificación; es un juego en el que los jugadores no saben a quién responden y mucho menos en función de qué lo hacen. Más allá de que sean policías o narcotraficantes, lo que está claro es que toda acción llevada adelante por cualquiera de ellos responde a alguien o algo más, desconocido e invisible, pero que pese (o gracias) a su invisibilidad maneja sus destinos de manera inexorable. Por otro lado, los protagonistas de Miami Vice no son héroes ya que carecen de conciencia de Bien. No tienen tiempo ni espacio para ello: lo suyo -ya se ha dicho- es mantenerse en pie con la mayor dignidad posible por medio de la única forma que tienen para hacerlo: la acción. Pueden cumplir su tarea y cerrar un caso, pero al fin de cuentas el suyo es un trabajo inútil, o por menos muy limitado, ya que el funcionamiento de ese oscuro universo seguirá inalterable. Por eso la amargura que se siente en cada plano de la película y que también está presente en cada uno de los gestos de sus personajes.
Cine de acción entonces, sí, pero uno muy particular y de alcances existencialistas, cuyo fin no es la simple construcción de un espectáculo sino la representación de una vieja angustia humana: la de saberse inútil en un mundo ajeno y hostil.
Inmune al mediocre devenir de la gran parte cine industrial estadounidense, la obra de Micheal Mann se fue constituyendo, película a película, como un universo particular y fácilmente reconocible, cada vez más completo y profundo, a la vez que más estilizado en su forma. En la constante marcha hacia delante que significa una filmografía como la suya, donde cada película es una afirmación de búsquedas anteriores al mismo tiempo que un punto de partida para sumar otras nuevas, Miami Vice vendría a hacer algo así como una culminación, una cima, un punto de llegada. Todos los temas que Mann ha retratado y todas sus huellas estilísticas alcanzan en su último film un acabado y equilibrio perfectos. Sabiendo que Mann es de esos realizadores que prefieren verse a sí mismos como artesanos antes que como artistas, es fácil imaginarlo orgulloso de los resultados obtenidos en Miami Vice, cuyos logros son el fruto de una convicción profesional que lo ha llevado a superarse de manera constante. Luego de Colateral, un film que de alguna manera puede tomarse como una reflexión sobre su propia obra, a Mann le quedaba dar un último paso: el de realizar un trabajo perfecto que vuelva a poner en funcionamiento todos los tópicos de su obra pero para ser extremados –en todos los sentidos posibles- y así darles fin. Y lo hizo.
Puede pensarse que en estas apreciaciones hay un alto grado de especulación, sin embargo el hecho de que el director haya decidido hacer una película titulada Miami Vice, retomando aquella serie de la que fue creador y productor pero cambiándole totalmente el sentido en función al desarrollo de su obra posterior, no hace más que confirmar las sospechas. Mann toma uno de los emblemas de su carrera y lo reformula a partir de todo lo que aprendió y consiguió con los años. Miami Vice -la película- es en definitiva el film con el que el director pone en relieve todo el camino que recorrió, el acontecer de su mirada y los alcances de su cine.
Uno de los primeros rasgos a destacar del cine Michael Mann, y que desde ya está presente en Miami Vice, es su pertenencia a lo que comúnmente se señala como cine de acción. Sin embargo, esta denominación, cuya vaguedad puede incluir desde westerns o policiales hasta filmes de aventuras, toma en su filmografía otra dimensión y un significado más interesante. El de Mann es un cine de acción no porque haya explosiones, disparos o violencia, sino porque sus personajes estás constantemente actuando y accionando. Fuertes, viriles, leales, decididos y profesionales, estos personajes entienden que la esencia del hombre es la de actuar, y quien no es capaz de hacerlo, quien está quieto o duda, es un “no-ser”. Así, ser o no ser una persona de acción se convierte en una cuestión existencial. En la filmografía previa se puede apreciar el paso de un “no-ser” a un “ser” de manera clara en los personajes de Russell Crowe en El informante y en el de Jamie Fox en la ya citada Colateral. En ambos casos, además, estaba la figura de un personaje que los iniciaba, aquellos interpretados respectivamente por Al Pacino y Tom Cruise, los dos hombres profesionales hechos y derechos. En Miami Vice no hace falta ninguna iniciación: todos son, de principio a fin, seres de acción ya constituidos. En un momento de la película uno de los oficiales le dice a otro algo así como: “este es el momento en que sacamos nuestras placas llevamos adelante nuestro trabajo”. Con esas palabras queda definida su esencia y su moral. Los seres de Miami Vice (en especial sus protagonistas, Rico y Sonny) son puro accionar, por eso lo que realmente importa en el desarrollo de la película son sus movimientos y no tanto la trama o el argumento, que de hecho están completamente diluidos en el constante vendaval de imágenes y sonidos con los que Mann representa la voluntad de los personajes. Y ahí radica uno de los grandes méritos del director: hacer que cada plano muestre con precisión y sin declamación alguna, la razón de ser de sus personajes, su moral y sus capacidades. Cada tiroteo que resplandece en la pantalla no es el festejo gratuito y superficial de efectos especiales, sino la consecuencia natural de la única forma que tienen los sujetos que la habitan de relacionarse con el medio. Es la manera de mantenerse vivos en un universo oscuro, hostil y carente de sentido. En definitiva, la ética de la acción que llevan adelante los personajes de Mann es lo que les permite mantener su dignidad en un mundo desordenado y amargo en el que la felicidad no es otra cosa que una imposibilidad.
Y si ese universo que se pone en juego en Miami Vice resulta desordenado es porque no hay forma de encontrarle una justificación; es un juego en el que los jugadores no saben a quién responden y mucho menos en función de qué lo hacen. Más allá de que sean policías o narcotraficantes, lo que está claro es que toda acción llevada adelante por cualquiera de ellos responde a alguien o algo más, desconocido e invisible, pero que pese (o gracias) a su invisibilidad maneja sus destinos de manera inexorable. Por otro lado, los protagonistas de Miami Vice no son héroes ya que carecen de conciencia de Bien. No tienen tiempo ni espacio para ello: lo suyo -ya se ha dicho- es mantenerse en pie con la mayor dignidad posible por medio de la única forma que tienen para hacerlo: la acción. Pueden cumplir su tarea y cerrar un caso, pero al fin de cuentas el suyo es un trabajo inútil, o por menos muy limitado, ya que el funcionamiento de ese oscuro universo seguirá inalterable. Por eso la amargura que se siente en cada plano de la película y que también está presente en cada uno de los gestos de sus personajes.
Cine de acción entonces, sí, pero uno muy particular y de alcances existencialistas, cuyo fin no es la simple construcción de un espectáculo sino la representación de una vieja angustia humana: la de saberse inútil en un mundo ajeno y hostil.
viernes, marzo 09, 2007
Estrenos al paso
El culto siniestro: Nicolas Cage está bastante controlado. Eso es bueno. Neil LaButte en la dirección. Interesante. Un comienzo más o menos inquietante. Y a los 20 minutos uno ya se da cuenta de que es una porquería. Esta es seguramente una de las películas más ridículas del año. Ni una sola escena que genere clima, nada de suspenso; diálogo con información + diálogo con información para ver si de esa manera se puede generar interés (voy a ser obvio y citar al Maestro: “fotos de gente hablando”). Música al palo para avisar que, oh, pasan cosas raras en la isla. Final con vuelta de tuerca + epílogo canchero. Y pura misoginia (intencional o no). Una pelotudez olímpica.
Se supone que es una remake. Si es así, nunca vi la original.
Crank, Veneno en la sangre: Está Jason Statham y eso es bueno. Duro, simpático, gracioso y buen actor. Es más de lo que ya vimos (y disfrutamos) en El Transportador y su secuela. Delirio, nada de argumento, una serie continua y vertiginosa de escenas de acción: algunas bien resueltas y otras demasiado caprichosas. Clipera: a veces para bien y otras para mal. Muy feítas las imágenes del corazón de Statham. Festiva y sin miedo al ridículo. No es mucho y alcanza hasta ahí.
Escándalo: Duelo actoral. Las dos –Dench y Blanchett, una de las mujeres más hermosas que existen- están muy bien. ¿A quién le importa?
Más extraños que la ficción: Will Ferrell de repente escucha lo que dice la vos en off. Se da cuenta de que una escritora es la que maneja su devenir. Buena idea y buena elección la de inscribir la historia dentro de una comedia fantástica. Sin duda había material para mucho. Además de lo divertido y disparatado de la situación, había espacio para reflexionar sobre las angustias existenciales, sobre la creatividad y el proceso creativo, sobre la representación. Bueno, será en otra oportunidad. Acá lo único que hay es un manual para saber tomar buenas decisiones en la vida. No quiero exagerar ni alarmarme de antemano, pero teniendo en cuenta lo que le pasó a Adam, lo digo y lo grito: ¡NO SE LLEVEN A WILL TAMBIEN POR FAVOR!
Reflexión nada brillante: Se me ocurre que más que nunca es necesario reivindicar la presencia de autores. Estas películas si carecen de algo es de eso: de directores que aporten una mirada y un estilo; de realizadores que se lancen a la busca de una puesta en escena: o sea, de autores. Lejos de algunas opiniones que han surgido en los últimos tiempos pienso que sigue siendo necesario hablar de cine de autor (sin caer en los didactismos y tilinguería habituales). La crítica –sin renunciar a otros puntos de vista, claro- debe seguir mirando desde ese lugar. Si como decía Rohmer la misión de la crítica es ver qué películas son importantes para el cine, es imposible prescindir de una mirada autorista.
Si Apocalypto es una película extraordinaria es porque hay un autor detrás.
Nada más.
Se supone que es una remake. Si es así, nunca vi la original.
Crank, Veneno en la sangre: Está Jason Statham y eso es bueno. Duro, simpático, gracioso y buen actor. Es más de lo que ya vimos (y disfrutamos) en El Transportador y su secuela. Delirio, nada de argumento, una serie continua y vertiginosa de escenas de acción: algunas bien resueltas y otras demasiado caprichosas. Clipera: a veces para bien y otras para mal. Muy feítas las imágenes del corazón de Statham. Festiva y sin miedo al ridículo. No es mucho y alcanza hasta ahí.
Escándalo: Duelo actoral. Las dos –Dench y Blanchett, una de las mujeres más hermosas que existen- están muy bien. ¿A quién le importa?
Más extraños que la ficción: Will Ferrell de repente escucha lo que dice la vos en off. Se da cuenta de que una escritora es la que maneja su devenir. Buena idea y buena elección la de inscribir la historia dentro de una comedia fantástica. Sin duda había material para mucho. Además de lo divertido y disparatado de la situación, había espacio para reflexionar sobre las angustias existenciales, sobre la creatividad y el proceso creativo, sobre la representación. Bueno, será en otra oportunidad. Acá lo único que hay es un manual para saber tomar buenas decisiones en la vida. No quiero exagerar ni alarmarme de antemano, pero teniendo en cuenta lo que le pasó a Adam, lo digo y lo grito: ¡NO SE LLEVEN A WILL TAMBIEN POR FAVOR!
Reflexión nada brillante: Se me ocurre que más que nunca es necesario reivindicar la presencia de autores. Estas películas si carecen de algo es de eso: de directores que aporten una mirada y un estilo; de realizadores que se lancen a la busca de una puesta en escena: o sea, de autores. Lejos de algunas opiniones que han surgido en los últimos tiempos pienso que sigue siendo necesario hablar de cine de autor (sin caer en los didactismos y tilinguería habituales). La crítica –sin renunciar a otros puntos de vista, claro- debe seguir mirando desde ese lugar. Si como decía Rohmer la misión de la crítica es ver qué películas son importantes para el cine, es imposible prescindir de una mirada autorista.
Si Apocalypto es una película extraordinaria es porque hay un autor detrás.
Nada más.
miércoles, febrero 28, 2007
jueves, febrero 22, 2007
Eastwood
Desde la desesperanzada y trágica victoria de La conquista del honor
Hasta la derrota anunciada de Cartas desde Iwo Jima
Entre la desmesura y el clasicismo.
Desde la fascinación por la violencia representada
Hasta el horror de tener que ver lo más abyecto del Hombre
Entre la imposibilidad del heroísmo y la búsqueda del honor y la dignidad.
Desde la exposición de traumas y heridas personales
Hasta la amarga contemplación de una tragedia universal
Entre el poder de La Historia y la voluntad humana.
Surge un conjunto de imágenes destinadas para forjar memoria.
Imágenes que reflejan aquello que es inaprensible
lo no nombrado
lo interior
lo indescriptible
lo misterioso
lo bello
lo aterrador
lo inexplicable
Surge el cine del último poeta fordiano.
lo no nombrado
lo interior
lo indescriptible
lo misterioso
lo bello
lo aterrador
lo inexplicable
Surge el cine del último poeta fordiano.
jueves, febrero 15, 2007
La Pasión
Locura y demencia son palabras que se han vuelto moneda corriente a la hora de referirse a Mel Gibson y su última película: la descomunal Apocalypto. Y tal vez no sea del todo errado utilizarlas; es posible que al director le quepan esos términos, y por extensión a su obra. Sin embargo, si se hace demasiado hincapié en esa supuesta locura se estaría corriendo el riesgo de minimizar una película enorme, fuera de lo común. Locura y demencia serían efumismos de grandeza, de búsqueda trágica, de pasión desbordada. Y cuando aparecen filmes puros como Apocalypto es mejor llamar a las cosas por su nombre.
Apocalypto está compuesta por dos líneas rectas, firmes y espectaculares, una -la primera- es más bien descriptiva y pasiva, mientras que la segunda se constituye como pura acción expresiva (tanto del protagonista como de la cámara, que se pega al devenir del primero, o mejor dicho, se hace una extensión de su ser). La primera de las rectas acompaña el traslado de un grupo de prisioneros hacia lo que será el sacrificio de algunos propiciado por otro grupo de indígenas más poderosos y violentos; como ya se dijo, en este tramo la película es más bien descriptiva. Pero en un cine tan vital como el de Gibson, la forma descriptiva no implica estatismo de la cámara, búsqueda de la transparencia, serenidad en las acciones o contemplación. Si el primer tramo es descriptivo, lo es porque en él hacen presencia –con violencia, manchados de sangre y sudor- todos los elementos que luego servirán para que podamos contemplar (sufrir, disfrutar, vivir; con la cabeza, el cuerpo y el espíritu) en toda su dimensión la constitución del Héroe. Durante la primera hora y media, el relato –más allá de que deje inferir quien será el protagonista- reposa en diferentes personajes y hasta logra desarrollarlos y darles dimensión y peso. Lo mismo hace con los lugares, las costumbres y las acciones. Gibson describe (y la suya es una descripción expresiva) un Mundo y lo vuelve firme; establece sus códigos y sus actantes, los define y pone en juego todas las relaciones posibles. Todo en medio y a través de puro movimiento. Como en toda la película, abundan las escenas imponentes (ejemplos: la del cruce del río, las batallas iniciales o las de los ritos en la ciudad maya). Y allí radica una de las grandes virtudes del director: si Gibson ha hecho cine del grande, es porque consiguió dotar a cada escena de un valor estético propio para que logren justificarse por sí mismas al mismo tiempo que guardan relación simbólica con el resto.
La segunda parte –la segunda recta- tiene la misma dirección que la primera, pero corre en sentido opuesto. Luego de sobrevivir, de salvarse, mejor dicho; luego de ser marcado por el destino, Garra de Jaguar comienza su definitiva iniciación como Héroe. Debe volver hacia la devastada aldea y reencontrarse allí con su mujer embarazada y su hijo. El camino de regreso, en el que irá superando diferentes pruebas, es absolutamente simbólico. Y allí radica la gran diferencia con el segmento anterior del film. Si antes, personajes, acciones y puesta en escena, eran descripciones expresivas, en el último tramo todo eso deviene en simbolismos expresivos. Desde el nuevo nacimiento de Garra de Jaguar -después de dejarse caer en una cascada- pasando por ese momento clave en el que se funde definitivamente con la selva –la imagen de Garra de Jaguar embarrado y mimetizado con su hábitat- hasta llegar a la muerte del más poderoso de sus persecutores –que es simétrica a la caza que se da en la primera escena de la película- se pone en juego el rito de iniciación (o sea la transformación de alguien en otro ser) del hombre gibsoniano: ese que debe vencer el miedo y buscar un “nuevo comienzo” a base de coraje, valor y sangre (eso es para Gibson La Pasión del hombre). Y Garra de Jaguar lo consigue, al igual que William Wallace, al igual que Cristo.
Apocalypto está compuesta por dos líneas rectas, firmes y espectaculares, una -la primera- es más bien descriptiva y pasiva, mientras que la segunda se constituye como pura acción expresiva (tanto del protagonista como de la cámara, que se pega al devenir del primero, o mejor dicho, se hace una extensión de su ser). La primera de las rectas acompaña el traslado de un grupo de prisioneros hacia lo que será el sacrificio de algunos propiciado por otro grupo de indígenas más poderosos y violentos; como ya se dijo, en este tramo la película es más bien descriptiva. Pero en un cine tan vital como el de Gibson, la forma descriptiva no implica estatismo de la cámara, búsqueda de la transparencia, serenidad en las acciones o contemplación. Si el primer tramo es descriptivo, lo es porque en él hacen presencia –con violencia, manchados de sangre y sudor- todos los elementos que luego servirán para que podamos contemplar (sufrir, disfrutar, vivir; con la cabeza, el cuerpo y el espíritu) en toda su dimensión la constitución del Héroe. Durante la primera hora y media, el relato –más allá de que deje inferir quien será el protagonista- reposa en diferentes personajes y hasta logra desarrollarlos y darles dimensión y peso. Lo mismo hace con los lugares, las costumbres y las acciones. Gibson describe (y la suya es una descripción expresiva) un Mundo y lo vuelve firme; establece sus códigos y sus actantes, los define y pone en juego todas las relaciones posibles. Todo en medio y a través de puro movimiento. Como en toda la película, abundan las escenas imponentes (ejemplos: la del cruce del río, las batallas iniciales o las de los ritos en la ciudad maya). Y allí radica una de las grandes virtudes del director: si Gibson ha hecho cine del grande, es porque consiguió dotar a cada escena de un valor estético propio para que logren justificarse por sí mismas al mismo tiempo que guardan relación simbólica con el resto.
La segunda parte –la segunda recta- tiene la misma dirección que la primera, pero corre en sentido opuesto. Luego de sobrevivir, de salvarse, mejor dicho; luego de ser marcado por el destino, Garra de Jaguar comienza su definitiva iniciación como Héroe. Debe volver hacia la devastada aldea y reencontrarse allí con su mujer embarazada y su hijo. El camino de regreso, en el que irá superando diferentes pruebas, es absolutamente simbólico. Y allí radica la gran diferencia con el segmento anterior del film. Si antes, personajes, acciones y puesta en escena, eran descripciones expresivas, en el último tramo todo eso deviene en simbolismos expresivos. Desde el nuevo nacimiento de Garra de Jaguar -después de dejarse caer en una cascada- pasando por ese momento clave en el que se funde definitivamente con la selva –la imagen de Garra de Jaguar embarrado y mimetizado con su hábitat- hasta llegar a la muerte del más poderoso de sus persecutores –que es simétrica a la caza que se da en la primera escena de la película- se pone en juego el rito de iniciación (o sea la transformación de alguien en otro ser) del hombre gibsoniano: ese que debe vencer el miedo y buscar un “nuevo comienzo” a base de coraje, valor y sangre (eso es para Gibson La Pasión del hombre). Y Garra de Jaguar lo consigue, al igual que William Wallace, al igual que Cristo.
Escribió Paul Eluard alguna vez: “Ignoraban que la belleza del hombre es más grande que el hombre”. Gibson podría corregirlo y decir: “Ignoraban que la pasión del hombre es más grande que el hombre”. Y por qué no que la pasión del cine es más grande que el cine.
lunes, enero 08, 2007
Una siesta en el cine con el Sr. Lazarescu.
Apenas una semana de estrenos y ya hicieron aparecer la primera "obra maestra".
Yo creo que es un poco demasiado. Está bien que no veamos películas rumanas habitualmente, pero no por ello vamos a festejar exageradamente cualquier cosa.
De todas maneras la película no tiene la culpa. Ella es lo que es. Que otros pretendan hacer ver algo más, es una cuestión que la excede.
Yo creo que es un poco demasiado. Está bien que no veamos películas rumanas habitualmente, pero no por ello vamos a festejar exageradamente cualquier cosa.
De todas maneras la película no tiene la culpa. Ella es lo que es. Que otros pretendan hacer ver algo más, es una cuestión que la excede.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)